Como ya sucediera en Secuestro, su estimable largometraje anterior, Tobias Lindholm aborda una temática de cierta relevancia político-social (la piratería en costas africanas en el caso de la película antes citada, las labores de reconstrucción de una compañía militar danesa en la Afganistán devastada por la guerra en el caso de A war) para hablar del tormento moral del individuo en un contexto de enorme tensión y violencia, del peso de nuestras acciones y de la difusa frontera que separa no tanto el Bien del Mal, como lo correcto de lo incorrecto. No distingo, en el tratamiento de estos temas de cierto peso informativo, una atracción o una inquietud reales por los mismos, ni un deseo de sumergirse en ellos o de radiografiarlos en toda su magnitud y complejidad, pese al tono extraordinariamente naturalista que su director consigue imprimir a ambas ficciones; más bien le sirven de pretexto para perfilar punzantes dilemas morales alrededor de los cuales orbitará el interés de la trama. La pregunta que explícitamente formulaba Secuestro (¿cuánto vale la vida ajena?) es la misma que vuelve a sobrevolar el último y más logrado trabajo de su autor. El escenario de posguerra que ofrece el film sirve bien a este propósito: un lugar sin ley en el que la inminencia de la muerte es real y en el que la exposición constante al peligro termina por minar la resistencia psicológica de los que allí se mueven, entre ellos el protagonista (Pilou Asbaek, actor fetiche de Lindholm), turbulento centro moral del relato.
La película funciona con solvencia innegable por la limpieza del enfoque de su director: sin la necesidad de recurrir a maniqueísmos ni al trazo grueso, filma un relato tenso, matizado y sensible en el que no existen buenos y malos, y en el que la caricatura y el exceso no tienen lugar. Lindholm demuestra un notable conocimiento de la condición humana que le permite describir de forma empática lo que pasa por dentro de alguien que ha perdido el rumbo ético y cuyo sentido de la responsabilidad se pone en jaque ante la arbitraria arremetida de la guerra. Es cine que cuestiona nuestro sistema de valores y que indaga, con habilidad e inteligencia, en conceptos tan complejos, ambiguos y relativos como puedan ser la justicia y la culpa. Sin embargo, uno siente a veces que las acciones que conducen a ese Gran Dilema que vertebra todo están demasiado a la vista, que no resulta muy difícil anticiparlas llegado cierto punto, lo que resta parte de misterio a la propuesta y hace que la carga reflexiva de su tercer acto pierda un poco de fuerza. Sin embargo, servidor se confiesa fascinado por la incertidumbre de la primera mitad.
Aunque antes he dicho que la guerra (en el caso de A war) es sólo un vehículo para ahondar en cuestiones morales más universales, lo cierto es que el hiperrealismo que aquí ensaya Lindholm aplicado a lo bélico (y no me refiero exactamente a la escenificación de la violencia, sino al realismo ambiental que emana todo: personajes, lugares, acciones…) ejerce un extraño poder hipnótico en el espectador. En esta primera hora de metraje en la que la narración no tiene un rumbo claro es donde la personalidad de la película más se agudiza, y con ella su atractivo: en las prácticas y operaciones de los soldados, en el contacto con los civilices, en la seca y bronca aparición de la muerte, en la descripción certera de la vida familiar… La forma en que se detalla el día a día de los personajes posee un trazo tan veraz que acaba desmarcando la cinta de otras incursiones bélicas similares, incluso sin necesidad de contar nada especialmente novedoso sobre el tema.
Sin recurrir prácticamente apenas a música extradiegética, con una estética ligeramente nerviosa pero que prioriza la pausa por encima del barullo, Lindholm logra componer un fresco hermoso, realista y extraño de lo que supone ser soldado y vivir en una zona de guerra, en un estilo documental que recuerda al de la estupenda Restrepo. Este enfoque austero, absolutamente nada hollywoodiense (en todo momento Lindholm evita la espectacularización/fetichización de la violencia, sirvan de ejemplo la escena de apertura con la explosión de la mina o la ejecución a distancia del extremista afgano, concluida con un momento de camaradería que incomoda) me parece lo más destacable de una película que luego, cuando abandona Afganistán para pisar suelo danés, se vuelve un poco más convencional, aunque siga siendo cine de juicios de gran solidez y agudo en sus reflexiones. En cualquier caso, resulta innegable que Lindholm está desarrollando una carrera que merece la pena seguir, y la notable A war es la última muestra de ello.