Es Joachim Lafosse uno de esos cineastas a los que no ha costado hacerse (cierto) hueco en el panorama, y es que en apenas una década, tras títulos como Propiedad privada con Isabelle Huppert o el que nos ocupa, ha logrado sin necesidad de gran notoriedad estar en boca de críticos y cinéfilos obteniendo no poco halagadoras críticas.
Mientras en su debut muchos de los que la vieron apuntaban directamente al cine de Claude Chabrol, en Perder la razón, con la que se podría decir que ha dado un paso adelante, las comparativas han ido en una dirección que bien podría suponer un compromiso para Lafosse, y es que equiparar su último trabajo con el de un cineasta tan latente a día de hoy en el ideario cinéfilo como es Michael Haneke solo puede suponer un problema. Y, para qué andarnos con chiquitas, lo es. En especial si tomamos en consideración el arco evolutivo de unos personajes que encuentran en la visceralidad de unos actos más enardecidos de lo que suele mostrar el austriaco en sus distanciados y fríos (que no por ello desprovistos de emoción) mosaicos.
Lafosse nos pone en el seno de una familia donde el líder, Mounir, fue apadrinado por un médico durante su juventud, y ante el que iniciará una relación con Murielle. Los primeros indicios de esa relación nos llevan a una tórrida secuencia construida entorno a un primer plano en el que se pone de manifiesto el amor que se profesan ambos personajes. A partir de ese instante, el cineasta belga imprimirá un ritmo distinto en el que, a través de elipsis narrativas, irá acrecentando el volumen de esa familia. Todo ante la atenta mirada de ese doctor que propondrá a Mounir su casa como hogar para acoger a la joven pareja cuando ambos decidan casarse.
En ese marco, surgirá una dominancia psicológica establecida por el doctor, quien intentará de modo tenaz que Mounir y Murielle no se despeguen de él, ejerciendo una presión sobre ella que por momentos se tornará tan imperceptible como asfixiante. A ese factor se unirá un espacio que cada vez se antoja más pequeño y agobiante para esa pareja que, a medida que vayan llevando retoños al hogar del belga, experimentarán una sensación de aprisionamiento que llevará a Murielle a querer buscar una nueva vivienda en la que establecerse, todo ante el observador médico, quien deslizará sus ardides sobre la conciencia de un Mounir que cree deberle más de lo que su relación parece soportar.
Quizá el mayor problema de esa relación establecida a tres bandas es que Lafosse no sabe reforzar con los espacios y atmósfera el ahogamiento que sufren sus protagonistas, y aunque sabe dibujar con pulso e intención esa presión psicológica realizada por el mentor de Mounir, uno no siente como esa sensación se traslada a los recovecos de una casa que casi en ningún momento escenifica lo que Murielle deja entrever. Además, los temas familiares tocados por Lafosse cuando aparecen tanto el hermano como la madre biológica de Mounir no parecen sostener una gran aportación dentro de la trama más allá del hecho de manejar distintos puntos de ruptura tensando o templando el clima según la situación lo requiere.
No es que por ello se difumine Perder la razón, en especial si tenemos en cuenta el nivel que rayan unas interpretaciones maravillosas y que, más allá de intérpretes de mayor peso estos últimos años como Tahar Rahim o Niels Arestrup (que ya compartieron duelo actoral en Un profeta), encuentran en el respaldo de una Émilie Dequenne resurgida para la ocasión el vibrante y poderoso testimonio de una madre y esposa desamparada. Una de esas interpretaciones que nacen de las entrañas, y que antes de que se atisben los cambios físicos que parece describir el rostro de la actriz belga, ya le encoge a uno en la butaca. Lo que viene a partir del susodicho cambio es, sencillamente, apabullante.
Méritos, más allá de la descripción de esa relación tan bien trazada, no se le pueden restar a un Lafosse que también encuentra en la incertidumbre del discurso un gran aliado. Porque si uno se pregunta a donde nos lleva Perder la razón con toda probabilidad no pueda obtener una respuesta con concreción, más tras esa conclusión que sí emana unos tintes “hanekianos” necesarios, aunque no tanto por dar cierre a un relato cuyos límites parecía difícil atisbar, sino más bien por diluir su efecto en una disertación tan actual como inquietante donde precisamente esos límites quedan derrocados del todo.
Larga vida a la nueva carne.