La cineasta tunecina y afincada en Francia Leyla Bouzid nos lleva a Túnez, meses antes de iniciarse una revolución que acabó con el régimen de Ben Alí (exiliado en Arabia Saudí).
Nos cuenta la historia de Farah, una joven que acaba de terminar Selectividad con altas notas para orgullo de su familia, pero que no demuestra ningún interés en seguir la carrera de medicina elegida por sus progenitores y prefiere disfrutar de la noche tunecina entre música y lugares de ocio. De hecho la propia Farah está más interesada en la banda de música que comparte con sus amigos y su pareja, donde resaltan las letras comprometidas social y políticamente.
Lo que sigue es la exploración por parte de su directora de un mundo bipolar, donde la juventud muestra síntomas de modernidad mientras son ‘aplacados’ por el peso de la tradición, a la vez que se dan de bruces contra el sistema imperante, una dictadura mirada amablemente por nuestro querido y buen rollista que impregna toda la sociedad. Pero hasta estos jóvenes sufren contradicciones, como podemos ver en la figura del novio de Farah. Al fin y al cabo, el chaval es un amante de la libertad y desprecia la opresión, pero él mismo da buenos síntomas de un machismo aprendido y no puede tolerar según que cosas de Farah, que acaba siendo la representación de la revolución que está a punto de llegar.
Así mismo el choque entre Farah y su madre está presente desde el primer momento. Pero Hayet, su progenitora, no encarna la opresión del sistema ni el peso de la tradición o de la religión. Muy al contrario, representa a una generación que fue ‘machacada’ por la dictadura y que ha terminado por sucumbir a ella. Al fin y al cabo se trata de una persona de clase media y laica pero que ha perdido toda rabia de antaño sustituido por un miedo intuitivo, el miedo de los que han perdido a base de tortas y se saben vigilados.
Leyla Bouzid realiza una radiografía de la sociedad tunecina previa a la revolución. Es de agradecer que hasta la figura tenebrosa del relato, el viejo amigo metido en asuntos políticos por su relación con el servicio secreto, esté descrito con varias capas. Así son todos los personajes, con sus contradicciones a cuestas, pero descritos con inteligencia por una realizadora que huye del maniqueísmo por mucho que quede bien claro cuales son sus intenciones y sus ganas de reivindicar a la juventud que se echo a la calle para derrocar a Ben Alí.
Bien mirado, está muy bien estructurado en el relato la presencia asfixiante de la opresión política y social, sólo que al principio el espectador sigue a Farah en su despertar de la adolescencia a un mundo adulto lleno de oportunidades donde puede tomar el camino que quiera. Sin embargo, la policía secreta está en todas partes y cada vez su presencia es más presente en la pantalla, por mucho que rara vez veamos a algún integrante de dicha fuerza. Por otro lado, la opresión social aparece en los lugares más insospechados y es imposible confiar en nadie. Se podría decir que Farah va camino de seguir los pasos de desengaño y aceptación de su madre.
Farah sufre así una doble discriminación, tanto por su condición de contestaría al régimen como por su condición de mujer. Y de todo el relato, la única que puede llegar a entenderla es su propia madre.
As I Open My Eyes (en su título internacional) se deja llevar por las actuaciones musicales de los integrantes del grupo musical al que pertenece Farah, a la rebeldía de nuestra protagonista ante su madre y a sus ansias de libertad no saciadas. Ella lleva todo el peso del relato hasta su parte final, que de pronto cambiamos de punto de vista y pasamos al de la madre.
Es en esta parte final del relato donde Farah empieza a entender demasiado bien el miedo de su madre y ésta se rebela contra sus propios temores e intenta inflar de libertad al corazón, ya marchitado, de nuestra heroína.
En conjunto À peine j’ouvre les yeux es un relato con una poderosa mirada femenina y feminista, que transcurre por el camino del drama social o político con una soltura y una claridad que no se ha visto tan a menudo como debería en el drama social de nuestro país, donde suele hallarse (o solía, la cosa está cambiando mucho) una historia maniquea y simple. La obra de Leyla resulta así algo más que una de esas cintas a la que se le pone la etiqueta de necesaria o de visionado obligatorio en los institutos (Ahora que están tan de moda las listas, habría que crear una lista con «películas necesarias y de obligado visionario en el colegio que detesto profundamente»).
Es una foto fija de un momento y un lugar.
El instante antes de la revolución.