A nuestros amigos (Adrián Orr)

La conversación de Sara, la protagonista de esta A nuestros amigos, con uno de sus compañeros de fatigas, nos lleva a descubrir a una adolescente en construcción. Sara busca a qué aferrarse en su futuro, y con ello desvela anhelos, inquietudes y expectativas. Adrián Orr nos descubre ese diálogo con una naturalidad palpitante, mientras Pedro corresponde a las dudas de ella desgranando cómo se ha ido acomodando a su oficio de relojero y ni siquiera siente que sea una rutina. El cineasta nos transporta, cámara en mano, siguiendo a sus personajes de cerca, a un universo que se compone entre la ficción y el documental, aunque todo se perciba bajo una misma mirada.

El viaje que propone el madrileño se siente de este modo cohesionado, dejando que sean los protagonistas quienes hablen por sí solos. Orr no los interpela, ni busca emitir juicio alguno, simplemente deja que se expresen, con sus contrariedades y discordancias. Todo cabe en una crónica donde hay lugar para las risas y la frustración, para los pequeños rifirrafes y los momentos de ternura inesperada —como ese abrazo en el que se funde Pedro con Sara a la salida de un examen—. La cámara se establece, de este modo, como un personaje más, que no influye en sus reacciones y es capaz de difuminar por completo esa barrera entre realidad y ficción.

El autor de Niñato explora la adolescencia a través de una serie de escenarios familiares, como si se surtiera de los llamados “lugares comunes” tan habituales en la ficción, que aquí sirven como punto de anclaje desde el que sentir de cerca cada titubeo y cada inquietud. Y lo hace, además, retratando con acierto las etapas que dan paso a la madurez, como en esa búsqueda que Sara emprende desde las artes escénicas, reflejando a la par las dudas concernientes a si verdaderamente se mueve en el espacio que desearía —en esa conversación que sostendrá con Paula—.

Así, y aunque A nuestros amigos profundiza, de algún modo, en el periplo de Sara desde las representaciones que tienen lugar en sus ensayos teatrales, Orr nunca desplaza la mirada hacia una introspección que habría vulnerado el carácter espontáneo del film. La desnudez que recoge, y desde la que se manifiestan sus personajes, se transforma en una valiosa virtud que favorece la exploración que entabla en todo momento el cineasta.

El marcado carácter episódico, que su autor no explicita pero sobresale mediante los segmentos (enmarcados en distintos períodos) que componen la narración, otorga a la obra un interesante contrapunto en ese sentido. Resulta un acierto vertebrar el relato sobre diversos ciclos en tanto se percibe un constante desplazamiento de esos propósitos y búsquedas fijados por la protagonista. También resulta, en ese aspecto, un acierto el modo en cómo Orr evita dar cierre a determinados puntos de la crónica. A fin de cuentas, que todo vuelva a su lugar sin necesidad de clarificaciones, no es sino una muestra de aquello que expone su tan bella como certera secuencia final: el tiempo pasa arrojando nuevas metas y objetivos, pero lo emocional pervive ante esos pequeños vaivenes en una etapa repleta de cambios.

A nuestros amigos se desvela como una pieza luminosa descubriendo con lucidez su propósito. Es cada permuta, cada transición, aquella que va modulando un trayecto que debe convivir con lo afectivo, dejando que cualquier intersección no sea sino una nueva muesca en el camino que nos permita observar el pasado en perspectiva y afrontar el presente como un lugar desde el que continuar creciendo y asumiendo metas.

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