El cine ruso continúa explorando caminos a través de esta nueva hornada de cineastas que tiene en Zvyagintsev, Vyrypayev y Popogrebsky algunos de sus mayores alicientes. Precisamente junto a este último debutaba Boris Khlebnikov co-dirigiendo Koktebel, una de esas obras en las que ya se presumía un trazo ciertamente agrio que alcanza mayores cotas en esta A Long and Happy Life.
Con un título de marcada carga irónica y un tono particularmente negro, A Long and Happy Life nos emplaza en un pequeño pueblo agrícola donde vive Sascha, propietario de una granja que mantiene una relación con la secretaria de una oficina gubernamental que le ofrecerá un jugoso acuerdo para deshacerse de su finca. Para Sascha, esa parece la oportunidad definitiva de iniciar una nueva vida, pero tras una firme apariencia se esconde un dúctil carácter que solo logra generar confusión ante una decisión en la que no es el único implicado, también lo son todos los empleados que trabajan para él. Sin embargo, el protagonista parece rendirse ante una naturaleza egoísta que quedará acentuada a posteriori, y que solo se detendrá cuando todos los trabajadores de su granja decidan no aceptar una situación que les perjudica en mayor grado que a Sascha, cuyas dudas se acrecentarán a partir de ese momento.
Khlebnikov narra de ahí en adelante la condición de una granja que encontrará tanto en su propietario como en todos los trabajadores un nuevo comienzo pese a las conocidas tácticas de extorsión (esa casa ardiendo en los primeros compases del film) por parte tanto del futuro y desconocido nuevo dueño, como de esa oficina gubernamental que acudirá regularmente a visitar a Sascha para insistir en la firma de un contrato que desechará por completo desde el instante en que se vuelque con un proyecto en cuyas posibilidades no parece creer tanto como sus empleados.
Cámara en mano, con movimientos en ocasiones toscos que nos acercan a esa realidad, y con un estilo que bien podría acercarla a la docu-ficción en sus primeros compases, el cineasta ruso describe con trazo ese periplo donde disemina de modo certero tanto la psicología del personaje central como las consecuencias de una decisión que en realidad es fruto de la inconstancia de un protagonista cuyas resoluciones no se antojan firmes en ningún momento, por mucho que el respaldo de sus camaradas parezca dotar de mayor convicción a una sentencia en la que se refleja con acierto al carácter de Sascha. Durante ese recorrido, el dueño de la finca perderá a Anya, la secretaria con quien mantenía un romance más bien furtivo, y reforzará la confianza que todos sus compañeros han depositado en él. Esa sensación no se dilatará en exceso cuando Sascha empiece a perder también trabajadores y lo que parecía férrea determinación quede en prácticamente nada.
Con ello, Khlebnikov introduce un discurso sobre el individualismo y el desmoronamiento de una sociedad que ya venía precedido por apuntes previos (esa decisión de adquirir los terrenos, la carencia comunicativa entre los distintos dueños de cada finca…), y que incluso sorprende desarrollado en ese marco. Así, ese título que en A Long and Happy Life ya se presumía en cierto modo irónico, obtiene un extraño pesimismo acuciado por un final en el que esa faceta más individualista acontece en una alienación que transforma lo que se presentaba como un drama social en una cinta que incluso desarrolla tintes psicológicos un tanto insólitos.
Quizá su único pero sea la parsimonia que se toma el director al desarrollar los primeros compases de un film que, más adelante y por su duración, no dejan el espacio necesario para desarrollar la psicología de un protagonista que, aunque se venía adivinando desde el arranque de esta A Long and Happy Life, no termina de encontrar en esos últimos minutos una evolución en cierto modo necesaria. Huelga decir que ello no es óbice para que el debut en solitario de Khlebnikov se transforme en una de esas sorpresas de la temporada que siguen haciendo medrar un cine en fase de cambio, crecimiento y, quien sabe si expansión. Un cine que en el pasado encontró grandes nombres de difícil reemplazo, pero que está hallando en esta nueva generación a un conjunto de cineastas dispuestos a mantener viva una llama a través de la cual el cine ruso no pierda una identidad que es la que ha hecho de él, no sin razón, una cinematografía tan rica como destacable.
Larga vida a la nueva carne.