Un país imaginario se construye desde la utopía. Desde la invocación a las masas a un mundo perfecto, idílico, justo, equilibrado. Un país imaginario se construye desde la teoría, desde la reflexión filosófica. Un país imaginario es el producto de la mente reflexiva y también de la ensoñación. Es un proyecto idílico construido desde el raciocinio del análisis de la injusticia presente. Una proyección, al fin y al cabo de los sueños propios hacía la conciencia colectiva.
Pero el sueño de la razón produce monstruos y aquel sueño de un paraíso de progreso se puede convertir en un monstruo creado a base hormigón, explotación e insomnio. Paraísos artificiales que brillan sin parar en una noche eterna de desigualdad, sudor, explotación y crimen.
Es en este contexto donde Yeo Siew Hua articula un film híbrido, vestido de thriller policíaco al uso que resulta finalmente una especie de ‹noir› onírico social. La investigación detectivesca de un obrero desaparecido sirve de excusa para articular un discurso reposado, atmosféricamente denso, que se sumerge en la ensoñación y los reflejos proyectados en el subconsciente ajeno.
Con una intrincada fórmula laberíntica en cuanto al diseño del espacio-tiempo, Siew aprovecha para reflejar (y cargar despiadadamente) contra las condiciones laborales, casi de semi-esclavismo, de los trabajadores en Singapur. Un crisol de mano de obra inmigrante reducida a la mera supervivencia y a la fuga existencial a través de narcóticos (en el peor de los casos) o del baile y exposición cultural propias.
Efectivamente, a pesar de este retrato particular ejemplificar de las consecuencias de un neoliberalismo global depredador e incontrolado, hay espacio para rayos de optimismo en forma de solidaridad, aunque también para mostrar como el miedo es el arma más eficaz para acabar con ella o con cualquier atisbo de resistencia.
La propuesta, estimulante a ratos, de belleza implacable en cada plano, se resiente sin embargo de un exceso de ambición tanto formal como argumental que acaban por socavar la fluidez de un relato que, por momentos, se antoja reiterativo y por otros tan digresivo que pierde el foco, sobre todo, por lo que respecta a la introducción del elemento romántico o la dispersión visual de formato videojuego.
Demasiadas metáforas pues se acumulan en A Land Imagined para que, más allá de la comprensión inmediata del mensaje, se articule un discurso que sea lo suficientemente sólido para dejar poso y la trascendencia pretendida.
Como decíamos, un país imaginario suele ser el territorio de la mente que busca, sea por vía racional o por el impulso imaginativo, una huida, una búsqueda de un lugar mejor, un exilio global que va más allá de la individualidad apenada. En este sentido Siew filma un film irregular que nunca consigue acabar de conectar espiritualmente con el concepto quedándose solo en una hibridación formal elaborada pero inconsistente. Solo en su secuencia final, parece que el director consigue condensar en un todo perfecto los ejes temáticos y formales, demostrando al fin que, incluso dentro de la pesadilla, el exilio es posible. Ni que sea en forma de mantra, de baile inagotable.