Éric Morin debuta en el panorama cinematográfico con un largometraje que remite de forma bastante evidente (tanto por lo que se refiere al título con que nos lo presenta como por las referencias explícitas e implícitas que ahogan el film) a la Nouvelle Vague francesa. Tanto es así que el original punto de partida de A la caza del Godard del norte (Canadá, 2013) es ni más ni menos que la escapada de Godard, a finales de 1968, al norte de Canadá (concretamente en el Abbittibbi del título original), con la intención de construir un documental en base a sus gentes, a sus sueños, dando voz a aquellas personas que nunca la tienen.
A partir de este hecho, Morin construye los cimientos de un relato que se acaba quedando a medio camino entre el homenaje a todo un modo de entender el medio cinematográfico y el drama romántico de ecos nouvellevagueros. La historia empieza con un reducido grupo de personas que viaja en coche por paisajes nevados en busca de un pueblecito perdido de la mano de Dios. En su interior, entre ellos, se encuentra Godard, que todo quepa decirlo, sólo sirve de excusa argumental para dirimir la dirección que seguirá Morin a lo largo del metraje.
La intención de esta pequeña expedición no es más que la realización de un largometraje documental ‹dando la palabra a aquellos que nunca la tienen› (por estatus social se entiende). Así pues, el célebre Jean-Luc concede una entrevista televisiva a un medio local y después de soltar la frase entrecomillada desaparece del plató (y, por extensión, de la película, a partir de este suceso su personaje es como un fantasma que sobrevuela la trama, no lo vemos, pero sabemos que su presencia en la película sigue intacta).
Al tiempo que ocurre esto, mediante un montaje paralelo conocemos a Marie (arquetipo de musa godardiana) y Michel, que mantienen una relación sentimental en Abbittibbi, lejos del mundanal ruido. Esa desconexión del mundo y de la vida provocados por el hecho de vivir en una pequeña ciudad alejada de todo estimula en nuestra protagonista una serie de reflexiones que salen a la luz cuando, con la ayuda de Paul (uno de los acompañantes de Godard, cineasta), empiezan a rodar el documental sobre las gentes de Abbittibbi.
La decisión de Morin, en este punto de la historia, es la de dividir su film para embestir dos aspectos transversalmente opuestos, tanto conceptual como formalmente. Por un lado, aborda el declive de la relación sentimental entre el conformista Michel y la soñadora Marie, con la aparición de un tercero en discordia, Paul. Marie empieza a dudar sobre si Michel es su verdadero amor, sobre si podrá soportar durante toda la vida su provincialismo y su falta de ideales (ideas contrarias de las que proyecta el cineasta Paul, abanderado de la aventura y con supuestos grandes proyectos de vida).
Por otro lado, Morin recrea esta suerte de documental de las gentes del norte de Canadá mientras el trío protagonista lo está realizando. Apuesta por el formato clásico 4:3 y el blanco y negro de las cámaras de 8mm para insuflarle el alma amateur que tiene este rodaje peregrino. En él, estos tres especímenes intento de Jean Rouch, diseccionan la sociedad abbittibbiense a partir de reflexiones sobre la educación, las políticas medioambientales, el trabajo, las ambiciones y los sueños.
El epílogo del film no deja lugar a dudas, aunque éste ya lo dejaremos para los espectadores que quieran acercarse a la ópera prima de Éric Morin. Para el que esto suscribe, aunque las intenciones y el punto de partida de la película son atractivas e interesantes, a la práctica el resultado final es ingenuo, algo carente de interés y de, porqué no decirlo, alma. Francamente, esperaba encontrar algo genuino en esta cinta canadiense, algún destello autoral, alguna pincelada con personalidad, pero en lo único que desemboca es en una sucesión de imágenes e ideas tópicas que, aunque hilvanadas con cierto buen gusto, no dejan de ser las de siempre.