A fuego lento, tal y como indica el título de su estreno en nuestro país —lejos del original La passion de Dodin Bouffant—, se cuece el nuevo trabajo del vietnamita Trần Anh Hùng. Ello se concreta en una extensa secuencia inicial donde la técnica de elaboración y cocinado se prolonga prácticamente durante un primer tercio en el que asistimos a una presentación de personajes un tanto inusual: entre ollas, fogones y cuchillos, y a través de diálogos que surgen del propio proceso en el que se ven inmersos sus protagonistas, el célebre gastrónomo Dodin y su mujer, la famosa cocinera Eugénie, A fuego lento va introduciendo matices sobre una relación que se desarrolla en torno a esa pasión culinaria, a ese ambiente que provee una emoción compartida que el cineasta refleja con acierto en largos planos de los que se sugiere mucho más que un oficio o un modo de ganarse la vida. El autor de El olor de la papaya verde comprende a la perfección el nexo entre ambos personajes como una extensión indispensable de su propia devoción, esa que se proyecta en cada plato preparado y que es acogido por su cámara prácticamente con el mismo fervor, como si hubiese una adhesión casi imperceptible entre estos dos medios: en ocasiones incluso se podría decir que el olor y el sabor traspasan la pantalla mimetizando algo que muy pocos han logrado, que no es otra cosa que la cocina devenga alma de la narración, del film en sí, recogiendo en cada gesto aquello que le otorga un carácter distintivo al arte culinario y complementa el proceso, enriqueciendo cada pequeño elemento.
Y es que es en esa mirada donde radica la mayor virtud de A fuego lento, pues Trần Anh Hùng consigue articular su film sobre el mundo culinario sin que este se convierta en mero pretexto. Se infiere, en ese sentido, de cada secuencia planificada por el vietnamita y de cada escena dibujada con el motivo de dotar de una dimensionalidad específica al vínculo entre Dodin y Eugénie, una mirada respetuosa que en todo momento sabe en qué terreno se maneja y lo valora como tal. Así, el ensimismamiento que se podría desprender de algunas de esas secuencias, y que terminan derivando en un metraje que por momentos se antoja excesivo, ofrece a cambio una visión medida y considerada para con un medio que en demasiadas ocasiones se ha visto reflejado como poco más que un nimio subterfugio; el realizador, por contra, logra no solo conceder un peso específico al mundo que retrata, sino además entablar una relación donde se comprende la magnitud del mismo en el periplo de los protagonistas. Todo ello es reforzado por la madurez de un intérprete, Benoît Magimel, que aporta los matices necesarios a esa correspondencia establecida con Eugénie, a la que Juliette Binoche dota de los claroscuros necesarios, arrojados asimismo por el texto escrito por Trần Anh Hùng, que traza con sutileza cada pormenor de esa relación pero, ante todo, la define desde el detalle, en cada pequeña conversación y movimiento, como en ese ‹travelling› final que a su vez funciona como elipsis temporal, y que recoge algunos de los motivos por los que el cineasta fuera galardonado en Cannes.
A fuego lento lo aúna todo bajo una receta donde, si bien podemos atisbar las aptitudes y capacidad de su realizador, hay una cierta dispersión que se origina de la deriva de un artefacto que en más de una ocasión se pierde en su ostentación, en una búsqueda que quizá no posee los suficientes motivos, pero que en especial resta fuerza a un relato cuyas aristas quedan soterradas en una extraña presunción; esa que, precisamente, engarza los distintos aspectos de la obra como, asimismo, dispone un terreno que no encuentra en ellos una certeza, una razón de ser que lleve la película de Trần Anh Hùng al lugar idóneo, ese donde narrar una historia vaya más allá de la mera exhibición de un talento que no siempre encuentra la ligazón, en forma de emoción, necesaria.
Larga vida a la nueva carne.