Hablando en términos médicos la fiebre es un síntoma generado, en forma de aumento de la temperatura corporal, como respuesta del organismo a agentes de naturaleza infecciosa. A Febre, la ópera prima de Maya Werneck Da-Rin nos habla precisamente de ello pero trasladado, en forma metafórica, al conflicto de la identidad perdida (y menospreciada) y a las formas de vida subyacentes que comporta.
Estamos ante un film que se inscribe fácilmente en lo que podríamos denominar cine de lo social pero, a diferencia de otras películas de aire aleccionador y de maniqueísmo rampante en pantalla, A Febre opta por un discurso que se mueve entre la delicadeza melancólica de sus imágenes, la rigurosidad temática de su narración y una cierta sequedad emocional en el relato que, lejos de apartarnos de él, entronca perfectamente con esa serenidad dolida y lacónica de su protagonista.
Es muy notable la capacidad de Da-Rin de exponer prístinamente una historia que, sobre el papel, parece algo mínimo, de aire costumbrista, pero que es capaz de contener en su interior una variedad de temas tan importantes como la discriminación racial indígena, la brecha generacional y cultural entre padres e hijos y la oposición de modos de vida entre una sociedad urbana orientada al trabajo y al capital frente a un ruralidad más pura, más humana si se quiere en su relación con la naturaleza.
Y no, no nos hallamos ante una elegía de tintes romántico-reaccionarios de lo rural. La dureza de ese mundo es expuesta de forma desnuda en forma de consecuencia física para quienes la viven, pero también como peligro metafórico para un mundo urbano que se pliega sobre sí mismo ante lo que percibe como amenaza a extinguir. Una sociedad urbana que es descrita como desalmada, sujeta a rutinas de trabajo y al esclavismo del capital, de una deshumanización ligada al capital y también a la condición racial indígena del protagonista.
Un personaje central que se sitúa como elemento de transición entre dos mundos, con un alma sujeta a su pasado y sus raíces y un presente de supervivencia para él y su familia. Justino deviene pues el símbolo del conflicto y de su difícil gestión. Un retrato físico, íntimo y delicado que no necesita de muchas palabras y sí de un seguimiento exhaustivo de gestos, miradas y silencios que exponen de forma precisa la manera de relacionarse con los mundos en conflicto con los que convive.
La fiebre de Justino, inexplicable y repentina, no es más que la metáfora de una reacción física ante las amenazas de un mundo infeccioso, de una forma de vida que socava no solo la salud sino también la identidad y los valores propios. Quizás la metáfora pueda resultar algo obvia a posteriori, pero resulta muy eficaz como recurso de denuncia, como elemento bien engarzado en la trama que permite que A Febre funcione tanto en lo cinematográfico como en lo que respecta a su comentario social. Sin subrayados innecesarios, sin mítines ideológicos, sin dedos acusadores. Solo un pedazo de vida filmada con el mimo y la humildad del hombre cotidiano, heroico sin saberlo y, por desgracia, síntoma de un mundo enfermo.