No es necesario mirarte a los ojos, es tu espalda la que va a guiar mi mirada, la que conseguirá que ponga mis pasos tras de ti, esas líneas rectas que conforman tu cuello, un cúmulo de olores, un tenso músculo sobre el que descansa todo el peso del mundo, porque ayer es hoy, mañana es hoy y todos los días permanecerán reposando en ese lugar donde escondes tu raquítico legado. Pero continuaré observando tu espalda, seguirá guiando el camino que has marcado casi sin saberlo. Todo será igual aunque no sepas que estoy detrás de ti, aunque nunca te gires para comprobar si alguien sabe de tu paso por este lugar, para confirmar que la huella ha quedado marcada.
La espalda es solo una de las expresiones físicas de A estación violenta, una invitación a continuar una historia madurada por el tiempo, ahogada en un recuerdo sin noche. Un estancamiento, el de Manoel, que sacude el polvo de nuestro propio ensimismamiento al reflejar a cualquiera, a todos, en un día de sonrisas que no nos llenan.
Hay canas en el pelo y una rutina insana, una que no distingue el cambio de una jornada a otra, que recuerda esas metas que nunca se van a cumplir, hasta que el pasado se refleja en una ventana cualquiera, y lejos de enfrentarse a él, camina en otra dirección hasta que el pasado grita, le alcanza, le abraza y le besa, entra de nuevo en el hoy y nada cambia, pero parece que todo es distinto.
En la película todo se matiza, se habla de artistas frustrados y se hace desde una expresión artística, como el cine, a través de las palabras de un escritor. Y se consigue silenciando las palabras, se calla una novela para compartirla a base de gestos y miradas. Hay cuerpos desnudos que se agitan en las aguas que bordean Galicia, cabellos que se mecen al son de una música callejera mientras sus pensamientos sobrevuelan ese silencio y las miradas parecen apagadas para hablarnos, mucho, demasiado… sobre todo lo que está escrito y desconocemos.
Y es que hablamos de circunstancias que rodean actos oscuros y gentes perdidas: existen los sentimientos generacionales, lo que hacíamos antes, lo que disfrutábamos juntos, los secretos que compartimos hasta convertirnos en espejos el uno del otro; existe la muerte, que es una simple sensación de no llegar a ser viejo, de ser el mal común que todos arrastramos; existe la droga, ya sean polvos mágicos que apagan todo lo anterior, ya sea la necesidad furiosa de transcribir todo lo que pasa por la cabeza, con ironía o con sinceridad, es todo lo mismo. Y con esas circunstancias se construyen todos ellos. Está Manoel, Claudia y David, sin uno no conoceríamos a los otros. Y llega alguien más joven e igualmente perdido, y tal vez la distancia no sea tan grande frente a los demás más allá de la experiencia. Parece que estamos cantando a la melancolía, a la orfandad de nuestros pensamientos más desgastados, por volver una y otra vez a ellos, no por ser mejores, solo porque deben ser recordados de algún modo.
Al inicio de A estación violenta corren, gritan, bailan mientras se desnudan antes de entrar al agua y fundirse con la mañana. Están creando el recuerdo, están resumiendo sus vidas para nosotros, dando voz a todo lo que vendrá detrás, explicándonos que cada hierba que crezca entre dos piedras tendrá su razón de ser, y se convertirá en testigo del indolente paso del tiempo. Nos hemos enamorado un poco de la mirada de Manoel. Hemos absorbido hasta desgastar la esencia de Claudia. Ocultamos la rabia y seguimos el ayer de David. Por lo que no nos queda más que conectar con los movimientos de sus cuerpos, desperezarnos con hambre de más, seguir justo en el mismo lugar que estamos. Sentirnos minúsculos —o tal vez especiales— al atravesar la pantalla que nos separa de ese pedazo de realidad falseada, de ese desencanto que no es tan triste ni tan vacío, sabiendo que el relato está todavía por escribirse, pero que estos escasos minutos juntos cuentan su propia historia.