Es una suerte que la producción cinematográfica española no dependa solo de los dos núcleos principales, en Madrid y Barcelona. No se trata ya de la vinculación de la vieja industria por ubicación de las empresas o los rodajes, con la capital como foco de acción hasta los años setenta, prácticamente. Tampoco de la descentralización hacia la ciudad condal de muchas películas o corrientes genéricas como pudo ser el cine policiaco de los cincuenta y sesenta en Cataluña. Aunque por ambas ciudades siguen orbitando la mayor parte de los profesionales o artistas vinculados al audiovisual, el cine no tiene patria y llega también del resto de comunidades.
Recordando en pocas líneas, corrientes como el ‹+Novo Cinema Galego› y los cineastas vascos de los años noventa, se perfilan unas coordenadas generacionales de sus cineastas, aunque con diversidad temática en sus propuestas. Pero más al sur también existe un cine andaluz de largo recorrido, más adscrito al suspense y al cine negro. Y de algunos años a esta época parece surgir desde la Comunidad Valenciana un grupo de producciones que coinciden en el género criminal, matizado por el entorno de la sociedad. En el caso de A diente de perro es esa franja del litoral en la que conviven Alicante y Cartagena, justo un año después de la sorpresa que fue Lucas, ubicada en zonas del interior valenciano. En 2022, la primera película de José Luis Estañ arranca con una secuencia nocturna que justifica el precio de la entrada, por su capacidad de convencernos que corremos desesperados junto a Darío Manzano, un joven visceral que quiere proteger a sus conocidos tras el hurto a un mafioso local por parte de un amigo suyo. La huida concluirá de forma brusca, tras un accidente. Y el cine continúa sin desmayo ante nuestros ojos, en la pantalla.
Por medio de una elipsis, un gran recurso narrativo que no resulta ser muy utilizado en la actualidad, o al menos no tan bien utilizado como en esta historia. Sin señalar el tiempo transcurrido por carteles impropios para la inteligencia del espectador, sino por el aspecto de los personajes y sus diálogos. Tampoco localizando el lugar donde se desarrollan sus acciones, siempre bajo ese sol que baña el Mediterráneo al fondo, las salinas cercanas y huertas de alrededor. Con Darío, un protagonista encarnado por Miguel Ángel Puro. Un actor que llena la pantalla reposando el frenesí politoxicómano inicial, por la cojera y dependencia posterior. Siempre mostrando que tiene su propio plan con la mirada. Apoyado por un reparto sin fisuras. Con un grupo de intérpretes profesionales, además de alguno instintivo. Todos sincronizados en escena. Comenzando por Allende García como Julia, la sacrificada hermana de Darío. Continuando por la novia de aquél, Sandra (Mar Balaguer). Resu Morales como Manoli, quizás la más veterana del grupo, cuidadora también de Darío. Pablo Tercero como el otro amigo fiel de los hermanos, Fadel. Y algunos más episódicos aunque contundentes en el caso de los hermanos Chega, los traficantes que los persiguen (Vicente Rodado y Roque Arronis). Incluso por brevedad se recuerda al abogado Gaspar, interpretado por Manuel Menárguez. La importancia de nombrarlos a casi todos viene por el respeto con que son tratados todos los personajes, principales y episódicos. Sin excepción, ellos destacan en alguna escena como la del trapicheo con Fadel en su furgoneta. O esa en que Manoli percibe las intenciones de Darío y le dice «A carne de lobo, diente de perro». Un refrán que justifica el título del film y su tono.
El guión de la película, escrito y depurado por Estañ, Puro y el director de fotografía (Iván Oggi Emery) consigue setenta y cinco minutos a los que no les falta ni sobra nada. Existe un ‹mcguffin› que representa el botín hurtado al principio, un elemento simple que sostiene tensiones e intrigas. El metraje fluye con naturalidad desde el relato criminal hasta la crónica social. Sin necesidad de dar pena ni hacer pensar que la desgracia es lo único con lo que pueden convivir los personajes, gente de carne y hueso que sufre pero también disfruta, más allá del cine histérico social. Emplea todos los recursos de un presupuesto ajustado pero solvente en pantalla. Y muestra una entrega del equipo técnico, artístico y sus responsables en beneficio de la síntesis, de la depuración de lo accesorio.
Quizás el director, tal como ha comentado en alguna ocasión, tenía en mente referencias del cine quinqui de los setenta o de cineastas vinculados al proyecto directamente como Rodrigo Sorogoyen; o lejanamente, de Alberto Rodríguez, Daniel Monzón, Raúl Arévalo o Enrique Urbizu. Desde mi punto de vista creo que consigue un equilibrio entre la intriga, más vinculada a la página de sucesos, y la crónica familiar y social, en el equilibrio de otros directores como José Luis Borau o Agustín Díaz Yanes. Son reflejos que veo más cercanos, discutibles seguramente.
De todas maneras A diente de perro es una película totalmente recomendable. Una muestra de cine independiente hecho con generosidad por su equipo. Rodada por fortuna un poco antes de la pandemia, entre verano e invierno del 2019, en fechas discontinuas. Una producción en la que tienen un valor narrativo, sentimental y casi táctil los besos y abrazos entre los personajes, el uso del fuera de campo en momentos de violencia, y la esperanza en obras futuras, por venir, de sus tres productores e impulsores.