Como casi siempre, el jugo está en el contraste. Comodín eternamente efectivo y recurso de la comedia por excelencia. En ese aspecto, cabe recordar que James Franco tantea dicho género sin llegar a casarse con él. He aquí un buen ejemplo de contraste. Pero empecemos por lo básico. El caso más llamativo (casi sobra decirlo) reside en la propia existencia de un personaje claramente atípico. Varón provisto de una melena, negra como la noche, que le llega hasta los hombros; camino de los 40, mirada entre triste y perdonavidas, indiferente hasta la impudicia, casi exhibicionista, mentiroso, convencido de su talento, forrado hasta las cejas y aún así residente de un apartamento descuidado y no especialmente grande. Nadie sabe de dónde sale Tommy Wiseau (interpretado por James Franco, que a su vez dirige la película), qué edad tiene (la única respuesta que consigue su compañero Greg es “la misma que tú”) ni cual es su verdadero nombre. Lo dicho: el contraste como el comodín eternamente efectivo, responsable aquí de un carácter cómico que resulta de la co-existencia de dos conceptos opuestos: una normalidad preestablecida y un personaje cuya actitud choca con los estándares de la misma.
Tenemos, por otra parte, el ambicioso objetivo de los dos protagonistas: Greg y Tommy sueñan en convertirse en estrellas de Hollywood. De hecho, toman como referente, ni cortos ni perezosos, el caso de James Dean. De ello deriva un (previsible) choque entre el alocado objetivo de dos personas cualquiera frente a una cruda y competitiva realidad. Se trata de un elemento, cabe reconocer, que es consecuencia del conflicto que da vida a la película, como tantos otros dan vida a tantas otras películas. Sin embargo, aquí también sirve para potenciar el carácter imprevisible y esperpéntico de Tommy: por una parte descubrimos, a medida que los imprevistos se presentan, que su poder adquisitivo es un pozo sin fondos, capaz de driblar cualquier obstáculo económico. De lo que se deriva, a su vez, la existencia de un hecho previsible a la par que cruel: poco a poco, se va haciendo más y más evidente que las dificultades de Tommy para abrirse paso en el mundo del cine no se debe precisamente a una falta de recursos. Un hecho que, a su vez, choca con su firme convicción de estar condenado al estrellato; una suerte de inconsciencia irracional que nubla su capacidad de comprensión.
Por último, está el contraste entre un puesta en escena esbozada con naturalidad y la actitud grandilocuente, exagerada y surrealista del personaje principal. Esta es, de hecho, la mayor virtud de The Disaster Artist. Como ya se entredijo, James Franco recurre a la comedia, pero su trabajo jamás se entrega por completo a la locura. Existe en todo momento un tono serio, una mirada realista, y es gracias a ella que los episodios de vergüenza ajena devienen cómicos, que los protagonistas conservan su carácter entrañable y que los giros dramáticos resultan emotivos. En pocas palabras, se trata de un producto que funciona gracias al hecho de presentar a un personaje desenfrenado mediante una dirección contenida. Fotografía, dirección de actores y planificación se presentan como el humilde trampolín de Tommy Wiseau. Y es que, en realidad, si algo convierte The Disaster Artist en una buena película no es la comicidad de sus secuencias, sino su capacidad por hacer creíble (y no sólo eso, sino también interesante) una historia tan banal como disparatada.