Ermanno Olmi vuelve en esta nueva etapa donde su cine parece haber resurgido con la llegada del nuevo siglo, pues a la sequía de títulos acaecida a finales de la pasada década de los 90, el italiano ha respondido con cintas de la más variada índole que nos llevan desde la extraña El oficio de las armas hasta Cien clavos, desembocando ahora en esta Il villaggio di cartone, en la que Olmi demuestra no haber perdido la inquietud por un cine que, entorno a sus obras, cada vez parece volverse más hermético y único, aunque sin perder nunca de vista algunos de los temas que siempre han interesado al cineasta aunque aquí le lleven a un marco de desilusión que quizá pocas veces se había visto reflejado así en su cine.
De entre esos temas, destaca ese lado humano más imperante que quizá podíamos encontrar en primeras obras como Il tempo si è fermato e incluso un film tan seco en su conclusión como El empleo. Sin embargo, cabe reseñar que aquí el transalpino se dirige de nuevo a una faceta más espiritual que ya había demostrado saber explotar en cintas como La leyenda del santo bebedor, film con el que por otro lado Il villaggio di cartone guarda más relaciones de las que podría parecer, en especial entorno a la búsqueda (que comparte con el personaje de Hauer en La leyenda del santo bebedor, aunque los propósitos de ambos difieran en cierto modo) de ese párroco que aparenta haberlo perdido todo, pero aun se aferra a un último sentimiento que va más allá de una irrecuperable fe.
En su prólogo, asistimos al proceso en el que se despoja a ese sacerdote de todo cuanto guardaba su templo, dejando la iglesia que regenta completamente desnuda e iniciando un proceso que arrojará ciertas cuestiones en la vida de ese hombre cuando, de repente, encuentre que su sacro hogar ha sido invadido por una comunidad de inmigrantes africanos con los que tendrá una primera toma de contacto en el momento en que un pequeño grupo de ellos llamen a la puerta de su casa para que de refugio y guarezca a un herido, y a los que terminará acogiendo en esa iglesia pese a las consecuencias que le pueda reportar una acción que le advertirán no es legal pero, ante todo, él considera humana.
Con una escenografía que resulta de lo más austera cada vez que nos encontramos en el seno de ese templo (quizá, simbolizando para el protagonista como el último bastión de esa fe en la que un día creyó transformada en humanidad), y que nos lleva a emplazamientos más recargados, provistos de una iluminación más sombría y siempre llenando el espacio que en el epicentro de esa iglesia permanecería prácticamente impoluto de no ser por las banquetas que han quedado abandonadas a su suerte en el centro de la misma.
Por otro lado, la iluminación ayuda a acentuar los pasajes más dramáticos y Olmi vuelve a manejarla a su antojo (como ya hizo en algún momento de La leyenda del santo bebedor, desentendiéndose del ‹raccord›) para dar luz a algunas de las escenas más potentes del conjunto, como esa en la que, como si de Hauer se tratara en aquel film rodado a finales de los 80, Lonsdale realiza su intensa confesión ante ese médico que, por no creer ni en Dios ni en la fe, tampoco parece muy decidido a hacerlo ante las consignas de un párroco que reclamará su ayuda pero obtendrá una escueta y determinante respuesta que en realidad no hace más que moldear el tono del film.
Con una estructura narrativa atípica, que parece no reconocerse como tal a juzgar por como el cineasta italiano conduce su Il villaggio di cartone, pero que en cierto modo tampoco se aleja tanto de esquemas que ya había empleado en el pasado con extraños pero notables resultados, el film parece más decidido por centrar todos sus esfuerzos en un discurso que también toma boca en parte de esa comunidad inmigrante donde la duda se alza cuando se trata de deliberar acerca de sus problemas y si deben tratarlos o no una violencia que seguramente no solucione nada. También destaca, en este aspecto, otro particular soliloquio de uno de los miembros de esa comunidad.
El desencanto de Olmi, pues, parece reflejado no únicamente en la figura de ese padre interpretado por un convincente Michael Lonsdale (al que acompaña, aunque de modo cuasi testimonial, Rutger Hauer), sino también en el devenir de una trama que refleja precisamente ese factor tanto en sus acciones (el “embargo” eclesiástico que, quien sabe si no es lo que termina repercutiendo en la figura del personaje de Lonsdale) como en las interacciones entre personajes (esa ya citada conversación entre sacerdote y doctor, o alguno de los conflictos en el interior de esa iglesia surgidos en el seno de esa comunidad), y en un esclarecedor intertítulo final que parece el culmen adecuado para una obra que, con el tono y la forma adecuados, quizá hubiese funcionado mejor sin un tan inescrutable (y por ello único) estilo.
Larga vida a la nueva carne.