Ganadora del Premio del Jurado Joven en el pasado Festival de Rotterdam (siendo por tanto profeta en su tierra), Quality Time se presenta como un complejo experimento narrativo que trata de apropiarse de un estilo y una forma de concebir el arte cinematográfico que recuerda al cine de Roy Andersson, especialmente a sus magistrales La comedia de la vida y Canciones del segundo piso. Por tanto nos hallamos ante una obra surrealista, amorfa y repleta de un humor absurdo difícil de encajar si no es desde una total adscripción al molde creado por Daan Bakker. Uno de esos filmes que espantan si no somos capaces de adentrarnos en sus laberintos desde el primer momento. Y por ello también una propuesta muy interesante y que seguro hará las delicias de aquellos fanáticos del cine más radical y heterodoxo, de aquél que intenta siempre transgredir los límites de lo convencionalmente aceptado. De tentarnos con nuevos lenguajes a sabiendas de poder caer en un pozo sin fondo por su osadía.
Bakker estructura su criatura en cinco segmentos muy diferentes en su aspecto exterior pero intrínsecamente interconectados en su fondo y espíritu. Pues esta es una de esas obras articuladas sobre supuestos kafkianos, que habla sobre la incomunicación que triunfa en nuestros días, sobre el miedo a crecer y a ejercer la responsabilidad que ello supone. Sobre la ruptura de la familia como instrumento vertebrador de la sociedad y sobre el absurdo que envuelve cada paso que damos en nuestros días, que reivindica el humor y el no tomarnos demasiado en serio la vida. De mirar con cierta distancia aquello que nos atormenta y nos provoca pesadillas y todo ello partiendo la obra en cinco historias vestidas con un velo trágico y surrealista.
El primer segmento muestra una especie de pantalla de ordenador donde unos puntos conversan sobre cosas aparentemente sin sentido. Sobre sus gustos culinarios en las reuniones con los amigos y la familia. Sobre lo que no les gusta. Unos subtítulos darán significado a los sonidos cibernéticos que salen a relucir, y mientras continúa el diálogo asomarán en pantalla otros círculos que tratan de rodear la zona de confort de quienes están manteniendo la conversación. Y habrá resistencia al cambio, a salir de la soledad que tan a gusto nos hace sentir, porque nos sentimos seguros en sus lindes.
La segunda trama seguirá explotando la narración a través de subtítulos e imágenes impactantes, si bien dejando a un lado lo informático por el mundo real. Planos cenitales acompañarán el deambular de un joven treintañero que aún vive junto a sus progenitores, encerrado en su habitación tocando su guitarra eléctrica de repente encontrará un sentido a su existencia a través de la fotografía, saliendo a los campos y calles de Holanda para captar esos instantes congelados y únicos, que jamás volverán a repetirse.
El tercer y cuarto segmento suponen un cambio de estilo. Las palabras sin subtítulos comenzarán a fluir. En el tercer esqueje saldrá a relucir una epopeya de ciencia ficción en la que un joven afectado por su miedo a entablar relaciones sociales viajará a su infancia con la ayuda de una máquina del tiempo para conocer cual fue el hecho que le llevó a auto-aislarse. Así la revisión de sus primeros pasos en el mundo, como un niño normal y feliz, nos trasladará a un bosque donde nuestro héroe convertido en infante vivirá una aventura medieval que acarreará funestas consecuencias. En la microhistoria que asienta el cuarto escalón, rodada en blanco y negro, seremos testigos de los efectos de la soledad y sus terribles consecuencias con un cierto toque de evoca al cine de terror añejo.
Finalmente la cinta se cerrará con una propuesta algo más convencional desde el punto de vista visual y narrativo. Contando el mal rato que pasará un joven amante de la música que llegará a la casa de sus suegros junto a su novia, debiendo aclimatarse a un entorno hostil que le observa como a un huésped para nada deseado. Un punto y final accesible que choca con el desaire mostrado en los anteriores capítulos.
Todo este revoltijo de métodos y caracteres convierte a Quality Time en una rareza que entabla una partida de ajedrez con el espectador. Una montaña rusa de sensaciones y emociones, tan irregular como subyugante. Una oda al disparate que acaricia los caminos por los que nos desenvolvemos, mezclando con desparpajo el drama con la comedia más corrosiva. Un regalo envenenado que se atragantará a más de uno y que como buena delicatessen pondrá la carne de gallina a los que les gusta ese cine que infringe las reglas y normas del clasicismo formal.
Todo modo de amor al cine.