Hablando en el FICLPGC [¹] acerca de sus ‹supercuts› —esos en los que la obra de Ozu, Tarantino o Kubrick era percibida a partir de una búsqueda estética—, Kogonada decía entender el cine como «un punto para la discusión, en el que concurren las miradas de todos». En Columbus, el norteamericano de origen surcoreano se dirige a grandes rasgos a esa discusión a través de un punto de partida cuanto menos insólito: la arquitectura confrontada con el espacio emocional; aquello visto desde una perspectiva lógica, racional, descrito en definitiva mediando un vínculo más afectivo. El encuentro, en ese sentido, de dos personajes sin aparente relación —más allá del lazo casual propiciado por el progenitor de uno de ellos—, el hijo de un famoso arquitecto y una estudiante que encuentra precisamente en ese arte una de sus grandes devociones, se propone como punto de partida de un estimulante debut tras las cámaras.
La arquitectura, pues, predomina en un film donde además de tomar un papel importante en su tesis, lo hace a través de una forma que encuentra en el plano y su simetría un modo de dibujar los espacios en los que se mueven los personajes y disponerlos como algo trascendental. Así, la crónica de Jin (con n), ese surcoreano que visita la ciudad de Columbus para estar al lado de su padre enfermo, y se ve atrapado en un escenario del que no puede huir pero en el que parece improbable avanzar, y la redundancia en esos emplazamientos a los que sus protagonistas vuelven vez tras otra, como si todo estuviese conectado, en una forma de explorar esa frustración, contrasta con la decisión de Casey de seguir presa de un marco en el que se siente cómoda pero no es sino un reflejo de sus temores e inseguridad por seguir avanzando. El retrato de ambos personajes se hace patente mediante el diálogo y también en la consecución de esos pequeños detalles a través de los que Jin y Casey se descubren mutuamente, encontrándose y reflejándose el uno en el otro. Esa conexión que establece el cineasta a nivel de espacios, queda extrapolada en una correlación que también vincula a los protagonistas con los edificios acerca de los que se constituye una emoción, llevando su transparencia y luminosidad a una extraña concomitancia para con la relación de ambos.
La razón queda contrapuesta a una emoción que es recogida por Kogonada con una sutileza imperceptible, ya sea a partir de la introspección realizada por sus personajes o apoyándose en la imagen independizada del diálogo —como en ese maravilloso momento en el que Casey (maravilloso descubrimiento, por cierto, el de una Haley Lu Richardson que otorga otra magnitud tanto a su personaje como al film) se dispone a responder a Jin y no vemos otra cosa que el entusiasmo reflejado en su rostro—. Si su apartado visual funciona como motor de una propuesta en la cual el sentimiento huye de la exaltación y reposa en su sosegado carácter, la narrativa deconstruye a través de su disposición los escenarios por los que Columbus va transitando, escapando así de una sensación de temporalidad que sin duda complementa todos y cada uno de los encuentros entre sus protagonistas. La ópera prima de Kogonada traza así y desde la vía estética una profunda reflexión sobre los mecanismos del arte y nuestra respuesta ante ellos, pero sabe del mismo modo dotar de profundidad a un relato donde el recorrido importa tanto o más que su discurso. Porque, al fin y al cabo, tanto la postura establecida por Jin y Casey como su destino final marcan un camino que el arte no siempre puede comprender o abarcar, y en el que la vida debe abrirse camino, para bien o para mal.
[1] Entrevista realizada a su paso por el Festival Internacional de Cine de Las Palmas de GC para El mundo
Larga vida a la nueva carne.