Ha llegado un invitado a su casa, pero nuestro protagonista se mantiene absorto en su propio universo. Da una vuelta, otra, repasa alguna obra, se detiene a hablar con su hermano e incluso huye del estudio, donde se encuentra James Lord, esperando hasta que, al fin, se dirige a él. Mostrando una atención distraída, como si aunque Lord fuese a ejercer de modelo, hubiese que mirar más allá de la tarea que tiene ante sí.
Definir un personaje siempre fue ardua tarea, más si nos encontramos ante uno de esos genios en su campo, el escultor y pintor Alberto Giacometti. No así para Stanley Tucci, pues el intérprete convertido a cineasta —con esta Final Portait nos hallamos ante su cuarto trabajo en solitario, tras debutar a mediados de los 90 junto al actor, productor y director Campbell Scott en Big Night— parece que estuviera realizando un boceto sobre las líneas maestras de su personaje, y aquello que sustentará la volátil atención de su Giacometti. Un boceto distraído, que recoge de modo singular el carácter de su protagonista y realiza un retrato, entre matices y pinceladas superficiales, de lo más conveniente teniendo en cuenta la figura que busca querer representar y, en especial, cómo hacerlo.
Ante él, se persona un Geoffrey Rush ya acostumbrado a empresas de tamaño calibre —y es que no olvidemos que el intérprete australiano ha dado vida a no pocas personalidades artísticas e históricas, desde su composición de David Helfgott en Shine. El resplandor de un genio, hasta la mirada a Peter Sellers en Llámame Peter, pasando por el Leon Trotsky de Frida o Lionel Logue, al que ponía rostro en El discurso del rey— y, como no podría ser de otro modo, logra uno de esos retratos únicos que ni siquiera parecen antojarse un reto para el actor. Encorbado, libertino y voluble, el Giacometti de Rush confiere una dimensión distinta a Final Portrait, y es que si bien hay una acotada planificación tras el nuevo trabajo de Tucci, con la interpretación del ‹aussie› nos encontramos ante un personaje absorbente, que tan capaz es de resultar desconcertante con sus vaivenes, como fascinarnos ante una lógica que no se puede comprender como tal, que es única e irrepetible; algo, por otro lado, implícito en el relato por el que apuesta Tucci, pero complementado a la perfección por Rush, quien incluso sigue sin perder de vista la naturaleza de su personaje cuando un inevitable deje humorístico invade el film.
En ese sentido, y aunque el neoyorquino convertido a director realiza una representación que en cierto modo huye de los cánones, termina por caer en terrenos comunes que si bien no desmerecen el terreno labrado con anterioridad, ni mucho menos la inmensa impronta que Rush marca a fuego en determinados ámbitos, sí debilitan las virtudes de un conjunto que, sin elaborar una gran propuesta, había por lo menos marcado una senda en torno a su protagonista.
De este modo, lo más interesante resulte quizá, y de forma paradójica ante tal creación, la visión del proceso creativo como imagen de un universo inestable e inconstante alimentado por las idas y venidas del propio Giacometti. La perspectiva de Tucci, mantenida en este caso en torno a un retrato probablemente inequiparable, dota de apuntes y cierta identidad a su film, pero no lo lleva suficientemente lejos, como si la percepción acerca de uno de esos genios del s. XX estuviese más cerca de quedar como un producto agradable y apreciable de lo que seguramente fuera la perspectiva de una personalidad como Alberto Giacometti.
Larga vida a la nueva carne.