La construcción cinematográfica recurre a los escenarios en no pocas ocasiones para reflejar, ya no un retrato del universo presentado por el autor, además de ello ambientes y tonalidades capaces de moldear por sí solos el carácter de sus personajes. Anahí Berneri se encuentra ante Alanis con uno de esos espacios, pues el decadente y malsano submundo que aborda en su nuevo trabajo la cineasta argentina bien podría servir como representación específica de vivencias y situaciones que ponen en relieve ante que nos encontramos exactamente.
Con ello, Berneri huye de toda obviedad y decide representar un cuadro transparente, del día a día de su protagonista. Aquello que se supondría un contexto donde la suciedad se personase para dotar de un tono, de una perspectiva al conjunto, es desnaturalizado en cierto modo por su autora tanto desde una mirada más bien sencilla en torno al trayecto de su protagonista, como mediante el propio reflejo de ese universo, subsecuente en su consecución como tal, pero buscando en todo momento un carácter más cercano, que no aborde tanto la problemática del mismo —dentro de lo que cabe—, sino que realice más bien un retrato vívido, a través del cual no sea difícil identificar a su personaje central al mismo tiempo que lidia con las complejas constantes del mundo que le rodean.
Sofía Gala —que ya había tomado las riendas de otro personaje de esa índole en El resultado del amor de Eliseo Subiela— define con determinación el arco dramático de Alanis, cobijándose en una maternidad siempre abordada como epicentro de su periplo vital, y hallando en esa constante huida —no tanto hacia un cierto bienestar como hacia la estabilidad necesaria para ella y su hijo— las motivaciones suficientes para seguir adelante. El lenguaje corporal de Gala, en ese sentido —véase la escena de sexo, por ejemplo—, se erige como uno de los pilares de su personaje, advirtiendo en él una búsqueda de cierta protección ya no propia, sino también para su retoño.
La gran virtud del film, más allá del prisma distintivo ofrecido por Berneri y del acertado reflejo de Gala en el papel de Alanis, reside en una reinterpretación palpable de los ambientes y atmósferas de esos bajos fondos en los que se mueve por necesidad la protagonista. Los tonos grisáceos y apagados que frecuentan ese tipo de marcos, dirigiendo su óptica hacia lo social y político de forma manifiesta, o los desasosegantes parajes dibujados desaparecen en pro de un componente visual que destaca y configura ese mundo desde una visión acorde a la de la protagonista, todo ello sin menoscabar un discurso que continúa estando presente en Alanis, huyendo incluso de esa insistencia machacona en la que cae con demasiada frecuencia el cine social.
Anahí Berneri sorprende con una concepción que sin revolucionar ni mucho menos los cánones del género, como mínimo se muestra personal y comprometida. Pero no comprometida con un tejido ya explorado en multitud de ocasiones —aunque también, para qué negarlo, necesario—, sino con los fundamentos de un relato capaz de incomodar cuando se reproduce una situación natural —o, al menos, sostenible en ese panorama— y de reflexionar precisamente cuando lo violento de las mismas debería abordar al espectador. Una dualidad en la que, en definitiva, Alanis encuentra su sino, logrando que incluso aquello que se podría deducir como una conclusión agria y triste, se comprenda como la adquisición y aceptación de un espacio en el que poder respirar ante tanta angustia, por políticamente incorrecto que se nos pueda antojar.
Larga vida a la nueva carne.