La ‹coming of age› ha tomado formas muy distintas durante los últimos años, convirtiéndose en uno de esos (sub)géneros estimables desde cualquier perspectiva y abordables a partir de géneros de lo más dispares. Su consecución ha llevado una temática tan rica en matices y extrañamente sugerente a hablarnos sobre las consecuencias de un periplo de vital importancia. Antonio Méndez Esparza opta en su nuevo largometraje, La vida y nada más, por un enfoque crudo, disipando desde el drama algo más que consecuencias, y buscando hallar en sus posibles causas un espacio mediante el cual dar forma a ese crecimiento —problemático, en el caso que nos ocupa—.
El autor de Aquí y allá retrata así un núcleo familiar disgregado. La ausencia de una figura paterna y su fortuito reemplazo jerarquizan un contexto donde el comportamiento inconstante y rebelde del protagonista choca de forma frontal con el temperamento de una madre superada en cierto modo por las circunstancias —otra hija a la que atender, la absorción de un trabajo ineludible para afrontar gastos…— y un entorno que resulta ser más complejo de lo que a priori parece.
Con unos pocos elementos, pues, expone el cineasta las claves de su segundo film, haciendo del trabajo tras las cámaras un importante bastión para afrontarlo. De estilo pausado, una austeridad que se palpa en todos los sentidos —desde la economía de plano hasta la ausencia absoluta de acompañamiento sonoro— e incluso escenarios que no buscan potenciar sus virtudes como tal, la cinta establece en ese aspecto una línea de lo más coherente que nos emplaza directamente a una destacada labor actoral.
La vida y nada más se apoya de este modo en una faceta de la que sale airosa gracias a un elenco que se siente especialmente trascendente, y en realidad lo es. Porque, ante todo, estamos ante una cinta de personajes, que incurre no tanto en una descripción lograda y milimetrada —las circunstancias tampoco lo requieren—, sino más bien en relaciones y situaciones que terminan dinamitando tanto el propio ambiente como un relato que, apoyándose frontalmente en sus actores, no siente atadura alguna en ese sentido.
Méndez Esparza transforma su mirada seca, realista y sin ornamentos en una palpable virtud del conjunto, y lo refuerza precisamente donde debe recaer el peso de un film de estas características.
No obstante, y si comentaba que los personajes funcionan a través de las relaciones entabladas y las situaciones descritas, su gran debe está en un desarrollo que no encuentra la fluidez ni certeza necesarias. Coartado, por un lado, desde una continuidad que socava en determinados momentos la cohesión adecuada para otorgar una base sólida, el transcurso de esa crónica descrita se pierde también en una cierta morosidad y reiteración que en realidad no aporta soluciones —a lo sumo, un tenue reflejo de personalidad— más allá de reforzar ese buscado verismo.
Ello no convierte La vida y nada más ni mucho menos en una película fallida, ya que al menos a través de sus constantes se obtiene un carácter que, aunque propio, tampoco revela novedad alguna, más bien una inquebrantable forma de hacer y creer en el cine. Y es en esa forma donde Antonio Méndez Esparza encuentra un reducto a través del cual redirigir un ideario de lo más interesante que, de seguir trabajando con la constancia demostrada, a buen seguro revelará con el tiempo un cine tan poderoso como el desplegado en esa última secuencia cuyo efecto se desvanece por defectos que es sólo cuestión de tiempo pulir.
Larga vida a la nueva carne.