El detective Hercule Poirot viaja a la costa yugoslava junto al millonario señor Blatt para recuperar un diamante que le ha sido robado a este. En el hotel que se alojan conocerá a Daphne, cantante retirada y ahora directora de la residencia estival. También coincidirá con el joven matrimonio Redfen, el escritor Odell y su esposa Myra. Con Rex, un periodista de cotilleos en horas bajas. Todos ellos estarán pendientes de una actriz célebre y ex compañera de Daphne, además de ser la mujer de Kenneth y madrastra de la insolente Linda, tan adolescente como arrogante. La celebridad no es otra que Arlena Marshall, toda una celebridad que se incorpora al grupo, amada por algunos, odiada por casi todos. La cena está servida.
Cualquier adaptación sobre una novela de Agatha Christie sería reconocible aunque se ocultara el nombre de la escritora en la que se basa el guión. Porque en sus libros se puede hablar más de una fórmula antes que de un estilo. O quizás sean rasgos de ese estilo el tono desenfadado, los personajes aristocráticos que tienen asuntos turbios, unidos a la búsqueda del juego cómplice con el lector o, en el caso del teatro y la pantalla, con el público y los espectadores. En el cine y la televisión hay dos grandes grupos de mudanzas del papel al celuloide. Las que protagoniza la Señora Marple, ambientadas por lo habitual en el Reino Unido, desarrolladas en localidades pequeñas. El otro conjunto, tal vez más numeroso, son las investigaciones que aborda Hercule Poirot, un detective de origen belga que viaja por varios continentes para investigar sus casos. El aspecto apacible de Miss Marple, prácticamente una tía o abuela para los personajes, que a las primeras de cambio se convierte en el azote de los villanos. O el carácter excéntrico, caprichoso y algo marciano de él, al que siempre tratan como francés mientras que demuestra su idiosincrasia belga, con reacciones inesperadas para los culpables. Estos son los alicientes esperados tanto por los coprotagonistas de sus historias como por el público que ocupa las butacas. También hay numerosas películas, miniseries y telefilmes que abordan otras novelas y obras de teatro sin sus dos personajes más universales, adaptadas tantas veces como Testigo de cargo y Diez negritos.
Muerte bajo el sol es una producción dirigida por Guy Hamilton en 1982, director que dos años antes ya realizó El espejo roto con Angela Lansbury como la señora Marple. En esta ocasión el sabueso belga está encarnado por Peter Ustinov, por segunda vez tras Muerte en el Nilo. Todavía lo interpretaría en otro largometraje y varias ocasiones más en televisión, así que gran parte del imaginario sobre el personaje se halla en los rasgos y fortaleza del actor inglés. Del mismo modo que su compañera británica nos recuerda a Marple con esa reencarnación catódica llamada Jessica Fletcher. ¿Merecen la pena unas introducciones interminables acerca de la literatura de Agatha Christie?, autora inglesa que, digámoslo ya, ha sido abordada tantas veces en el medio audiovisual que puede codearse por volumen de películas y seriales con Stephen King, William Shakespeare, Charles Dickens y Oscar Wilde por citar varios de lengua inglesa.
En las películas que protagoniza Poirot, como es la de esta alternativa, todo responde a una fórmula que funciona, de la misma manera que un film de James Bond no se sale de su estructura o en las comedias románticas triunfa por lo general la gazmoñería. Una fórmula con sus reglas solicitadas tanto desde la propia historia, por unos personajes que cuando ven llegar al bigotudo Hercule, ya buscan sus coartadas para defenderse ante un asesinato inminente en el lugar de los hechos. Las mismas coartadas que esperan los propios espectadores en la sala mientras asisten a la dilatada presentación de personajes hasta la mitad del film, seguida por la secuencia de elipsis tras el crimen, momento clave que sirve para que cada personaje que interroga el curioso investigador resulte más sospechoso que el siguiente cuestionado. Concluyendo con una larga y entretenida secuencia en la que todos los implicados son reunidos por Poirot, mezclada con flashbacks de información crucial alegremente sustraída o tergiversada al público en la pantalla. Pura química narrativa que sustenta casi la totalidad de series detectivescas famosas, desde la mencionada Se ha escrito un crimen hasta la reciente Castle, todas ellas inspiraciones no reconocidas del espíritu de la escritora universal de misterio.
Y como es el caso de Muerte bajo el sol esa alquimia funciona. Por tanto, ¡qué más da el envoltorio si no es chapucero del todo! Porque los años setenta y ochenta fueron el momento más fructífero para estas adaptaciones de la señora Christie en el cine, creando varias producciones y coproducciones pobladas con repartos multiestelares o, al menos, con elencos de actores secundarios que habían entrado en barrena, todavía capaces de otorgar un lustre glamuroso a sus metrajes. Actuando en historias situadas desarrolladas en países lejanos con cierto exotismo, como podían ser Egipto o la controvertida Yugoslavia, graciosamente ambientada en las islas Baleares.
Lo que rueda Guy Hamilton con guión de Anthony Shaffer, es una comedia con pulso televisivo, a base de plano y contraplano, grúas con la cámara para introducir los planos de situación, zooms funcionales para acercar detalles dentro del encuadre, pero sin el valor expresivo de una meditada puesta en escena. Es decir, una narración audiovisual clara, sin matices, pero efectiva para lo que cuenta. Una cinta totalmente cómica por el uso luminoso de los exteriores soleados y las dependencias construidas en los decorados del hotel. Con los intérpretes luciendo un vestuario colorista, al compás de la partitura musical que usa composiciones de Cole Porter de carácter alegre como Beguin the beguine y I’ve got you under my skin. Contribuye al clima festivo ese juego metalingüístico entre varios sospechosos que saben a lo que ha venido Poirot, auténtico gafe, de la misma forma que también lo era Miss Marple en sus casos, ya que los crímenes se producen durante la estancia de ellos en el lugar. Con el método inductivo que lleva al resto de personajes a dar informaciones erróneas, mentiras, acusaciones falsas o simplemente verdades tan increíbles como enrevesadas. Si Conan Doyle, a través de Sherlock Holmes y Watson, funciona por el método deductivo, lo de la dama escritora es más el método por inducción y desesperación de los atribulados aristócratas y charlatanes que pueblan sus tramas. Un método que no le gustaba en absoluto al mago del suspense, sabio del que, por intriga, no diremos su identidad.