El ánimo maniqueo, paternalista y sermoneador que ha intoxicado buena parte del cine social producido en los últimos tiempos, ha terminado por estigmatizar un género surgido de corrientes tan nobles, apreciadas y significativas como las del neorrealismo italiano y el free cinema inglés. Se ha generalizado la idea, bien fundamentada pero abusivamente esgrimida, de que es un cine fácil de hacer y esencialmente complaciente, al relegar su eficacia casi íntegramente en el impacto que causa en el espectador aquello sobre lo que versa (realidades difíciles que nos rodean y en las que a menudo no reparamos). Que muchos lo asocien con la explotación sentimental y el turismo de la miseria puede que a veces nos haga olvidar que, como género enraizado en los problemas de nuestro entorno o en los nuestros propios, ostenta un interés inapelable, amén de una dificultad mayor de la que se le presupone. Dificultad que se multiplica si lo que se pretende es retratar una realidad de enorme complejidad sin menoscabar la inteligencia del espectador, ya sea recurriendo a las cualidades señaladas al inicio de este texto o bien a un tremendismo que responde más a razones sensacionalistas que a un plausible afán por reflejar con rigor el lado más terrible y amargo de la sociedad. Por ello mismo resulta tan estimulante y meritorio el debut de la escocesa Lynne Ramsay, una película que, sin renegar de las claves del cine social británico del que parte, supo hallar su propia voz mediante una complicadísima combinación de sordidez y delicadeza.
Ramsay podía haber sucumbido a un riesgo doble: por una parte, embellecer la miseria que retrata apoyándose en un esteticismo descontrolado y moralmente cuestionable; por otra, aplicar lo contrario, utilizando la crudeza de las imágenes como martillo pilón contra la retina y la conciencia del espectador, aun a costa de regodearse en el dolor ajeno. No hace, por suerte, ni una cosa ni la otra. La precisión y elegancia (a ratos extraordinarias, dada su condición de debutante) con la que encuadra, planifica y dispone en plano a los personajes, no enturbian la limpieza de su enfoque. Como autora, nunca llega a situarse por encima de la realidad que describe, lo cual es de agradecer. Asimismo, tampoco cae en la tentación de exacerbar el componente sentimental y dramático de la historia, pese a discurrir ésta por unos cauces verdaderamente deprimentes y trágicos. El tono, recorrido de cabo a rabo por una finísima lámina de pesadumbre y amargura, no renuncia a la belleza plástica pero tampoco la usa para paliar o reforzar la naturaleza tan severa de lo filmado.
El poder de Ratcatcher está, pues, en el pudor e inteligencia con el que todos los elementos que la conforman parecen haberse aunado: el estilo y la narración son serenos, punzantes y ricos en matices; los personajes son complejos, realistas, están vivos más allá de toda duda; el naturalismo de tintes líricos que dispone su directora crea la ilusión de asistir a un fragmento de vida, en el que todo (ambiente, interpretaciones) respira verdad; las situaciones alternan lo duro y lo tierno con igual fortuna; y, lo más importante quizás, se retrata a la clase obrera sin sombra de paternalismo y sin ese afán por forzar nuestra empatía dulcificando sus rasgos absurdamente, como si solo así sus problemas merecieran ser atendidos. En este sentido es ejemplar la forma en la que Ramsay muestra y entiende que lo noble y lo censurable pueden convivir perfectamente en una misma persona, y de hecho constituir dos caras de una misma moneda, especialmente en un entorno marcado por la falta de oportunidades como el que retrata la película.
Ramsay, como ya hiciera el Rossellini de Alemania, año cero y muchos otros después, adopta el punto de vista de un niño al que la violencia del entorno va minando la inocencia progresivamente. También se vale de un accidente fatal para incorporar un examen de conciencia que añade capas de complejidad y fuerza la redefinición de un mundo infantil en vías de desaparición, erosionado y hostigado por la realidad social en la que está forzado a desarrollarse (un barrio deprimido del Glasgow de los setenta, en plena huelga de basureros). La omnipresencia de la basura resalta el desamparo de los protagonistas, parias olvidados por la sociedad que sobreviven como pueden en un contexto de pobreza y violencia del que sueñan con escapar. La película juega, así, a enfrentar realidad y deseo conforme los personajes se quedan sin esperanzas, mientras permite que la crueldad, la desesperación y el abuso se integren en el fluir vital del protagonista con insidiosa normalidad.
Hay gotas de humor muy leve (las cuitas del niño de los animales) y momentos de una ternura conmovedora (el baile de los padres al ritmo de Frank y Nancy Sinatra, algunas de las escenas que comparten el protagonista y la joven prostituta) que permiten apreciar la posibilidad de una salida ante tanto desencanto. Instantes todos ellos que, además, aportan luz y oxígeno a un relato por lo demás medularmente triste, implacable en su retrato de un mundo y una gente a la deriva. Puede que no le hiciera falta llegar tan lejos como llega (la injusticia que subyace en la existencia marginal y en la dejadez gubernamental de los habitantes de aquellos barrios había quedado patente mucho antes de alcanzar el desenlace), pero resulta admirable el pulso templado y medido con el que su autora filma y escribe (sin ceder a obviedades ni monsergas, respetando la idiosincrasia y complejidad de los personajes) hasta terminar por pergeñar una de las muestras de cine social más hermosas y elocuentes del cine moderno. Y una de las más descorazonadoras.