¿Desde dónde enfrentarse a una película tan compleja, expansiva, sencilla y necesaria como A fabrica de nada? Quizás el mejor camino no sea desde el entusiasmo y sí desde la distancia, pero es realmente difícil no rendirse a una ovación totalmente subjetiva después de sus 177 minutos de metraje.
Quizás por el tema, quizás por una fotografía casi orgánica, en 16mm., la película sabe a añeja, con un aire a años noventa. Y es quizás por eso que se siente tan moderna. Como dice el filósofo Giorgio Agamben, lo contemporáneo es aquello que no acaba de encajar, de ir al mismo ritmo que su época. Algo parecido le pasa a A fabrica de nada, donde la historia se repite una vez más, si bien es cierto que nunca dejó de repetirse. En una escena tan densa como inteligente uno de los personajes explica cómo se puede imaginar un capitalismo sostenible ecológicamente, e incluso con igualdad entre sexos, pero es incapaz de concebir un capitalismo sin situaciones de explotación.
A fabrica de nada centra su trama en los trabajadores de una fábrica de ascensores, su resistencia ante el desmantelamiento de la empresa por parte de los dueños. Primero asustados, después desesperados y finalmente organizados, los trabajadores se empiezan a dar cuenta de que su única posibilidad es quedarse dentro de la fábrica y defender sus puestos de trabajo como único asidero a un modo de vida corroído por la crisis económica. Pedro Pinho, su director, mezcla alegremente el tono documental con el drama íntimo de la pareja protagonista, escenas de bullicio donde la energía parece a punto de desbordarse con otras donde literalmente no ocurre nada. Hay tiempo para discusiones teóricas que recuerdan tanto a Todo va bien o a La chinoise como al cine de discursos de Adolfo Aristarain. Hay tiempo incluso para el musical, para el humor surrealista, para la rabia y la melancolía en esta especie de largo fado de final feliz.
El director divide la película casi en tres planos: el de las élites económicas, con sus sonrisas y crisis-como-oportunidad, el de la burguesía intelectual, con sus interminables discusiones regadas con vino caro, y el de los trabajadores, cuyos planes más lejanos es saber qué cenarán sus hijos esa noche. Es una película sobre cómo se relacionan esos planos entre sí, planos con protagonistas opuestos, casi de “rostreidad” distinta.
Dentro de esos planos, ¿qué papel juega el cineasta? Es precisamente en la resolución de esa pregunta donde la obra se convierte en maestra. Al crear un alter-ego en la figura del también director Daniele Incalcaterra, Pedro Pinho logra principalmente dos cosas. La primera es la escenificación del cine como artificio, como irrealidad que jamás se podrá sustituir por la vida real (algo que queda subrayado especialmente en la escena musical). La segunda, al incluirse en la trama como consejero de los trabajadores, es hacerse partícipe del conflicto y tomar partido, bajando así de la cómoda atalaya, evitando esconderse detrás de la cámara. Como los trabajadores de la fábrica, los cineastas portugueses han reaccionado a la crisis económica con la valentía y coraje de los que no tienen nada que perder, creando algunas de las obras más interesantes de la última década. Si esta crisis global tiene un cine es sin duda el portugués.
Es A fabrica de nada una película de buenos y malos, y está bien que así lo sea. La época de equidistancia ya pasó y, pese a que sigue siendo una opción respetable, no basta. Mientras que hay otro cine cuya influencia se extiende día tras día con las trampas de la ideología, el cine comprometido se ha empequeñecido, atorado y acomodado en una manera de hacer que resultaba a la postre tremendamente conservadora. Es evidente que Pinho no es Godard, pero su mensaje puede llegar a mucha más gente. Es evidente que A fabrica de nada no inventa algo nuevo, pero es una primera piedra de la renovación que necesita un cierto tipo de cine. Una piedra preciosa en medio del carbón, un brío de energía cuando el luchador estaba prácticamente en la lona.