Niles Atallah se apoya en la figura de Orllie-Antoine de Tonnens para dibujar, mediante la apuesta por un formalismo puro que hace ver que el cine chileno actual puede ser original —y hacer ver así, un poco más arriba del dedo que apunta a aquellos que mojan sus entremuslos con películas extremadamente normales como esas Rara (Pepa San Martín, 2016) o Una mujer fantástica (Sebastián Lelio, 2017) que están haciendo gala (aquellos que las miran, no las películas), de yo que sé qué síntoma de estupidez al mirar objetos identificados como las vacas miran al tren. No sé, o sea los chilenos también son personas que hacen dramas que señalan problemas de nuestro tiempo, y lo hacen con elegancia e inteligencia, como lo llevan haciendo tiempo los franceses, los chinos, e incluso supongo que ellos mismos. Y hasta a veces hay tipos como Ché Sandoval que se atreven a hacer comedias de calle super sucias, ¡oh, qué locura! ¡La revolución! De manera que resulta un tanto absurdo tratar a los chilenos como se trata a aquel chaval que juega tan fatal al fútbol y se le aplaude más que al resto cuando mete un gol, en plan al igual que ese acto infravalora al niño el alegrarse en exceso por lo bien que lo hacen en América latina pues me parece que los hace de menos y que es un acto humillante. Pero en fin, quizá sea yo que no entiendo esas Nuevas Olas tan hiper sociales y tan cine-denuncia-muy-pro, que no resultan ser nuevas ni ser olas salvo para aquellos casposos que no solo adoran cualquier cosa por el hecho de estar adorando algo y así quizá sentirse vivos, sino que se vuelven locos especialmente con el mero hecho de estar etiquetando algo. No entiendo vuestro puto entusiasmo de mierda—, un canto pesimista que afirma la individualidad como último gesto y que manifiesta su abandono ante la imposibilidad de alcanzar el terreno virgen, el no corrompido. Es así que el director de Lucía representa, en cinco capítulos acompañados de sus respectivos episodio introductorio y epílogo, el camino y la posterior frenada de esta reencarnación de un espíritu quijotesco al que acompaña un ayudante que a veces tanto le estorba. Estas dos líneas, la del caminar y la del ser frenado, son sucedidas de manera intercalada, dejando a unos personajes sin rostro humano para las secuencias de la detención, y permitiendo para las otras la visibilidad de la expresión y la mueca de ese abogado decaído que, sin saber muy bien si «es un arcángel o un cadáver», puede todavía ser Rey.
Y así, entre silencios y retahílas de condena, Niles Atallah nos llevará a la experimentación de dos viajes que se van dando la mano a lo largo de toda la película. En primer lugar, por eso de aislar uno del otro y poder hablar así con más claridad, el cineasta premiado en el pasado Festival de Rotterdam desarrolla el éxodo de un francés hastiado hacia terrenos no contaminados por el veneno del hombre occidental, hacia lugares no dominados por las sociedades viciadas. Es en este sentido que Niles Atallah sigue con su cámara a ese individuo de aspecto regio-decadente para mostrar como tropieza en ese tránsito que va de una civilización gris a la Araucanía para causar Dios sabe qué resultados, ¿no? O sea porque él quiere ser rey y dejar que los que allí viven sean sus ministros, pero parece entonces darse la problemática entre un individuo que huye de la tierra que lo parió para empezar de cero en otra fundando un nuevo reino, nos hace pensar, basado en unos valores mucho más inteligentes así en plan Arcadia, a modo Paraíso Perdido actualizado, vuelto realidad —aunque si al fin y al cabo de la idea de Paraíso parece desprenderse una política anarquista y enemiga de las jerarquías, se vuelve más que difícil sacar aspectos positivos a los objetivos de este rey por bienintencionados que sean—; y la posible incomodidad de la colectividad que allí vive una vez llegue este iluminado con sus ideas soberanas (al fin y al cabo estos habitantes tendrían que elegir entre el peor de los males, porque chilenos y argentinos a su vez querían invadirlos, dando así lugar a la detención estilo: si los voy a absorber yo, ¿por qué dejar a este tipo que campe por allí?). Pero dejando de lado esta relación entre el protagonista y la comunidad que puebla el suelo hacia el que se dirige, porque de todas maneras sabemos un poco ya cómo termina nuestra presencia en tierras que los occidentales exploramos, los elementos que cabe destacar de este viaje físico, de la persona, son precisamente el carácter enigmático del protagonista —en el que pesan más la duda y la pena que el idealismo férreo y la insistencia quijotesca de los que parece partir— y la conexión de ese tránsito con esa visión de nuestros días según la cual muchos individuos (por mucho que la gente y los pobrecitos adolescentes se crean que son ellos solos los “raros” a los que les pesa la sociedad y se quieren pirar de esta maldita velocidad que nos abruma soñando con un lugar donde empezar de nuevo) elucubramos sobre un nuevo mundo donde nadie te encuentre y donde te alejes de todo artefacto conceptual sospechoso que haya sido originado en Occidente, Asia o toda parte con Historia oscura, para darnos luego cuenta de que no hay lugares donde esconderse —que si no te sacan los chilenos como a Rey te saca cualquier Intitución alcanzándote por Google Earth bien para llevarte al lugar al que te dicen que perteneces, bien porque quieren edificar y molestas—. Y es a partir de esta especie de esquizofrenia desde la que se puede entender el segundo tipo de viaje que nos plantea Niles Atallah: la aventura formal. Y es que Rey está compuesta por una serie de planos sometidos a una continua experimentación, dejando que se sucedan una serie de imágenes que nos embriagan hasta llevarte al trance o a una especie de acid trip cinemático (en un plano parece que el propio rey se toma la gota líquida, pero literal, a partir del cual comienza un juego formal mayor, dejando el complejo de la obra en una especie de paso previo al estado al que Jodorowski quería inducir al espectador con su proyecto Dune). Así, Niles Atallah pasa de jugar con la fisicidad de los humanos —yendo de la carne al artificio de la máscara— a hacerlo con la del propio fotograma, dejándonos experimentar (aunque sea a partir de la postproducción y no tanto del despilfarro en materiales y en demás trabajos locos) la sensación que se deriva de la percepción de la síntesis visual y acústica del digital con el 16mm muy usado y con el coloreado del propio fotograma y de muchos más juegos y variaciones que se inclinan por el recorrido de múltiples posibilidades y por el ansia de otras nuevas para terminar por volarte la cabeza y hacerte jurar: “esto es jodidamente todo, es inefable, no podré hablar sobre ello nunca”, aunque después acabas haciéndolo y teniendo que aclarar que posiblemente todas las palabras estén desvirtuadas y no refieran del todo a lo percibido, mucho menos a lo comprendido. El caso es que Niles Atallah consigue con Rey introducirme de nuevo en la desincronía y en la línea de pensamiento amarga y pesimista que había quedado anestesiada desde poco tiempo atrás por la necesidad de tener que comunicarme con grupos de personas entregadas gustosamente al ritmo de lo cotidiano y seguir sus ritmos; así como también me lleva a reafirmar que no me importaría sustituir la escucha del mundanal ruido por un permanente “fri fri fri plut” de 16mm gastado.