Si hay un aspecto verdaderamente importante o afín al cine de Naomi Kawase, es el de la imagen a través de la cual potenciar ya no a nivel visual, también conceptual y metafórico, la condición de la misma mediante la que aludir a los instintos o sentimientos más primarios, aunque siempre desde engranajes complejos —como lo son las cuestiones desde las que traza la nipona un discurso—. Así, la autora de Aguas tranquilas ha logrado forjar un cine con impronta propia, que precisamente encuentra en la capacidad de lo visual una virtud para indagar con una sensibilidad innata en todas aquellas inquietudes que constituyen nuestra esencia como seres humanos. Desde temas como el dolor, la pérdida, la memoria e incluso su concomitancia con la naturaleza, han circundado una obra de enorme cohesión que no ha parado de evolucionar desde que iniciase su periplo en el largo de ficción con Mae no suzaku —con la que, además, recibiría la prestigiosa Cámara de Oro en Cannes—.
Partiendo de una herramienta cuyo peso no deja lugar a dudas, surgen los mimbres de un nuevo trabajo —esta Hacia la luz— donde, si bien la imagen continúa poseyendo una significación capital para su trabajo, Kawase la somete a una disertación sobre el valor propio y la percepción que obtenemos de ella. Para ese cometido, la audio-descripción en la que la protagonista refrenda su visión de un universo distinto, actúa como perfecto vertebrador de una narración que en primera instancia extraña a través de ese off, pero poco a poco va obteniendo una coherencia que se ve reflejada incluso en sus estampas. El uso del plano constituye así en Hacia la luz uno de esos mecanismos capaces de complementar un tipo de lenguaje más literario que no es otra cosa que la representación de ese mundo del que debe extraer algo más que una exposición, sentimientos.
Es esa senda la que facilita articular un cine cuya sensibilidad vira en torno a lo afectivo, y que precisamente halla en la imperfección de sus personajes una vía para entablar el diálogo donde terminan convergiendo ideas o pensamientos que no necesariamente se establecen en una sola dirección. La cierta jovialidad y energía de Misako, la protagonista, se topa así con la perspectiva de un personaje que mantiene la cordura y esperanza mediante sus actividades diarias y una cámara que le acompaña allí donde va, pero que contrasta con una negrura interior que, si bien no se persona en primera instancia, deja poso a medida que se nos descubre.
De hecho, es el propio personaje quien se detiene en un pasado —«Es mi corazón», afirma, sosteniendo su cámara, en determinado momento— apelando a un recuerdo —que, sin embargo, todavía funciona como imagen, como reflejo material— que no es otra cosa que su forma de aferrarse a una realidad que se desmorona. Ha dejado atrás la imaginación, otro tipo de percepción que se resiste a activar por un miedo irracional a perder lo único que conserva de aquello cuanto amó: la vista —representada por su pasión, la fotografía—. La aparición de Misako dispone así un tosco enfrentamiento dado que la joven no comprende los reproches a una labor que le permite seguir conociéndose, descubriéndose. Y el camino trazado por ambos irá manifestando nuevas sendas en las que comprender que la memoria pierde su valor si a uno le impide avanzar, quedar apresado con el objetivo, más que de seguir viviendo, de continuar sosteniendo una existencia desvanecida.
Naomi Kawase compone un retrato lúcido y hermoso que encuentra en sus estímulos motivos para seguir indagando en un cine repleto de vida, que atrapa en la luminancia un reflejo necesario en el que subsistir y dotar de significado a ese espacio tan humano donde cohabitan los relatos de la cineasta.
«Aunque te abrace, te echo de menos» exclama uno de los personajes del film que describe Misako, y en esa sencilla oración se recoge la importancia de una materialidad cada vez menos presente, más quimérica en busca de un recoveco donde la percepción y los sentimientos terminan resultando imprescindibles para la consecución tanto de un cine alejado de sus preceptos más básicos, como de la vida.
Larga vida a la nueva carne.