Cuesta imaginar, en términos humanos individuales, lo que supuso para ambos hemisferios y meridianos, así como para las diferentes tribus y nacionalidades, el Descubrimiento de América en 1492 (llamado así, descubrimiento, no porque hasta entonces no existiese dicho continente, sino porque, en teoría, y del mismo modo que ocurre con la Prehistoria —que se conoce con ese nombre porque se trata del periodo anterior al nacimiento de la palabra escrita—, los datos históricos de aquel terreno urbanizable y listo para encofrar eran más bien nulos… Otra cosa es cómo la Historia en Occidente la contó después). Esos encuentros iniciales llenos de sorpresas, esos choques culturales un poco después, los tratos y acuerdos entre cada cual, las imposiciones posteriores. Los enormes barcos vistos por primera vez, las nuevas enfermedades, el intercambio de conocimientos entre algunos, el maltrato entre muchos, la invasión total. El proceso eterno de evangelización. Todos esos siglos hasta la ruptura o desaparición.
Es cierto que, en estos últimos años, lo que más se comenta o más repercusión ocasiona sobre este tema es, en general, el genocidio consumado por los españoles (que para muchos no es tal, aunque esa polémica es tan larga que para otro día…). Sin embargo, personalmente, siempre me había parecido mucho más grave el abuso generado y generalizado por razones puramente materialistas, ya fuera para apropiarse de madera o de otras materias primas de gran valor para el hombre blanco (y existentes a millares en aquel lugar enorme, serpenteante y arbolado). Ese provecho obtenido a través de la inocencia o generosidad de algunos anfitriones, o de la ignorancia del valor que otros le ven a lo que ellos no… en un principio. Toda esa locura tan bien representada en el truño de Aguirre, la cólera de Dios y sus flechitas.
Pues bien, un año antes de la soporífera y ridícula obra maestra de Werner Herzog, Humberto Mauro (padre del cine brasileño) y Nelson Pereira dos Santos (¿el sobrino?) concibieron un hijo mucho más loco, divertido y estimulante, llamado Qué sabroso era mi amigo francés, tomando básicamente el punto de vista contrario al del alemán, y contando con los franceses y portugueses como los extraños inmigrantes invasores. Con un inicio sonoro que se contradice con el visual, pronto entramos en el juego satírico que ambos nos proponen (llenando los títulos de créditos iniciales con dibujos que representan a tribus caníbales), tanto que nos resulta una película mucho más realista y esclarecedora (con ese interrogatorio auditivo de las lenguas). Una nueva forma de visualizar lo que pasó en aquellas tierras latinoamericanas, hoy consideradas hermanas de estas, españolas y portuguesas, por muchos individuos, a pesar de que lo son por todo el mal que genera(mos)ron. Una extraña contradicción con la que se debieron de encontrar, también, los propios tupiniquins (tribu indígena brasileña protagonista de este film), manteniendo una dura rivalidad con otras tribus, aliadas cada una con una nación europea diferente sólo por venganza, o por obtención de unos supuestos beneficios que tal vez ni eran.
Por todo ello, es una ligera lástima que un potente primer acto se diluya un poco a la mitad del metraje, siendo entonces algo más convencional, aunque mantenga siempre el interés con un humor particular y una forma de dirigir muy de la época (y al mismo tiempo muy poco común). Suerte del final, que no sólo eleva el nivel una vez más con una soltura y normalidad inesperadas, sino que además añade todavía más mala baba a su crítica del colonialismo europeo y a la visión que de él tenemos los de aquí (sea cual sea la opinión al respecto), gracias a contar la otra versión tan naturalizada, casi como si de un documental a orillas del mar se tratara. Si ya sólo su título es único, cómo no recomendar su visionado. Esto sí que es oro.