Guardo una extraña relación con esta película, traducida al español con el extravagante título De profesión: duro. Recuerdo que fue una de las últimas películas que vi junto a mi padre, tras un pase televisivo creo recordar de la por aquel entonces novata Antena 3. Nuestras sensaciones fueron contrapuestas. A mí (un chaval de 11-12 años) no me entusiasmó demasiado, quizás influenciado por mis prejuicios generados de forma espontánea porque su protagonista, el añorado Patrick Swayze, era por aquel entonces el sex symbol que derretía las carpetas y el corazón de mis compañeras de clase aupado por los taquillazos de Dirty Dancing y Ghost, más allá del amor. Sin embargo a mi progenitor si que le gustó. Algo que me resultó sorprendente, pues era a mí al que le encantaba el cine de acción y sus héroes. Pasados los años, ya fallecido mi padre, volví a revisitar la película. El resultado fue el mismo. No me cautivó. La nostalgia no surtió su efecto. La memoria sí, para volver a atragantarme con una película a la que no hallaba ningún motivo por el cual pudo engatusar a un cinéfilo como mi padre.
Y pasados otros tantos años (los que transcurrieron desde mi último visionado hasta hace escasamente un par de semanas) volví a tropezar con Road House. El paso del tiempo sin duda había erosionado mi desafecto. Guiado por no sé muy bien que influjo decidí echar una ojeada a este olvidado film sin esperar nada a cambio. Ni siquiera me acordaba de mi primer encuentro durante los primeros minutos del visionado. Éste retornó a medida que se me encendió una luz. Por fin había resuelto el enigma que tanto me confundía. Se había revelado. ¿Por qué no me había dado cuenta antes? Sin duda la experiencia tiene la culpa. Los años de cine. El conocimiento del lenguaje y sus normas. Algo que solo se puede controlar desde la madurez que otorgan las canas. La respuesta era muy sencilla. Mi padre era un gran admirador del cine clásico, especialmente del western. Creció devorando este género. Sus ídolos eran Gary Cooper, Richard Widmark, John Wayne, James Cagney, Henry Fonda… Y Road House es eso fundamentalmente. Un western moderno enmascarado bajo el disfraz de película de acción ochentera.
Contiene todos los elementos del género. Un héroe solitario (llamado Dalton no por casualidad) torturado por su pasado e incapaz de encontrar su sitio en el mundo. Una especie de pistolero anónimo y solitario que vende su maestría en las artes marciales trabajando como portero de locales de no muy buen ambiente donde se encarga de poner el orden necesario para su funcionamiento. Unos locales que, como los Saloon del viejo oeste, se hallaban habitados por toda una galería de forajidos de mal pelaje con ganas de armar bronca. Un villano amasado a imagen y semejanza de esos terratenientes y ganaderos latifundistas con talante autoritario que controlaban los movimientos del pueblo que sufría su presencia, en este caso trasladado a esos villanos de los ochenta especialistas en la especulación inmobiliaria. La típica trama del pistolero en lucha en solitario contra el tirano y las injusticias. La chica que conquista el duro corazón del protagonista no puede faltar. Muchos puñetazos, peleas y explosiones. Un subrelato que gira en torno a una historia de amistad y camaradería masculina a través del regreso de un viejo colega que viajará hacia el lejano oeste a lomos de su Harley Davidson para acompañar al protagonista en su odisea. Y como resumen, un tratado muy bien trenzado que pivota alrededor de esas viejas historias en las que los buenos son muy buenos, los malos son muy malos y donde el bien siempre triunfa frente a la maldad. En las que el honor y la lealtad priman sobre la corrupción y los intereses soterrados. Algo pasado de moda, pero que es un auténtico placer desentrañar en este blockbuster ochentero totalmente defenestrado por la crítica especializada.
Y es que este redescubrimiento de Road House ha sido especialmente gozoso. Cierto. Se trata de una peli que bebe del encanto que tiene para mi generación el cine producido en los años ochenta. Y fundamentalmente el cine de acción, género en el que se encuadra. Un cine inspirado en la vieja escuela. En la añorada época dorada de Hollywood. Puesto que Road House homenajea sin ningún tipo de pudor la épica de los mejores westerns. En ella encuentro ecos de Raíces profundas (en mi opinión la película que sirvió de base para la escritura del guión). También de Los siete magníficos. Y de La pradera sin ley. Como no, de Solo ante el peligro. Por ello de Río Bravo. Y también de Warlock. Sin olvidar esa referencia a Acorralado con Swayze autocosiéndose sus heridas en un hombro al más puro estilo Stallone. Los nombres de los protagonistas evocan a las leyendas del western (Dalton, Garrett, Younger, etc.). Todo este batiburrillo de alusiones no hace sino incrementar el poder encantador del film. Junto a esa magia que desprende el cine de entretenimiento ochentero. Excesivo, macarra, hortera, chulesco, épico, alucinógeno y terriblemente bien rodado.
Un cine que ha envejecido con solera, como los buenos vinos. Entretenido y divertido. Que acaricia con cariño a la audiencia a la que va dirigido. Honesto. Sin engañar a nadie. Que sabe contar cosas desde la absoluta falta de pretensiones filosóficas. Que se apoya en la literatura de las leyendas y mitos para extrapolar moralejas sin ambiciones moralizadoras. Mostrando valores pretéritos en desuso que sienta bien observar. Con excelentes dosis de acción y explosiones filmadas con gran realismo, sin efectos digitales. Y, en el caso que nos ocupa, con algo más que una simple sucesión de etiquetas y clichés al portador. Se nota que el desconocido Rowdy Herrington se tomó muy en serio su cometido. Los movimientos de cámara alumbran muy elegantes y perfectamente planificados. El montaje cumple a la perfección con su cometido. La fotografía es pulcra y hasta cierto punto hermosa, captando el salvajismo de los paisajes agrestes del moderno oeste americano. Herrington se muestra preocupado en retratar las atmósferas recargadas del western, pintando un entorno que fusiona tradición con modernidad. Reconocibles serán esas entradas de los villanos en el bar al más puro estilo del cine de vaqueros. El Double Douce (que así se llama el local en donde dará con sus huesos el personaje de Swayze) ostentará todos los estereotipos al uso. Con aroma a emblema. A esas peleas fordianas de todos contra todos. Con una música típicamente americana orquestada con melodías blues y rock de clásicos que resuenan en nuestra memoria cantadas por el malogrado Jeff Healey, quien interpreta el simpático papel de animador musical del local. La música sin duda es un punto fuerte en el que se apoya Herrington para hechizar al espectador. Temas potentes que casan a la perfección con las escenas en las que hacen notar su presencia.
Los personajes asoman totalmente carismáticos. Swayze está muy bien como Dalton, el protagonista, un tipo de rostro pétreo y corazón de león al que todos achacan su baja estatura para ejercer labores de portero, estudiante de filosofía y mamporrero a sueldo y atormentado por un hecho del pasado, anacoreta, al que solo se le conoce relación de amistad con un viejo camarada. El veterano Wade Garrett que acoge el rostro de un sublime Sam Elliott en un papel que le encaja como anillo al dedo y que con su aparición alumbrará los mejores minutos del film. Kelly Lynch será esa tierna dama que hará emerger esa historia de amor que acalora el ambiente. Ben Gazzara resultará fascinante como ese villano que deja huella. Simpático, retorcido, guasón y despiadado. La representación de un diablo terrenal. Una figura que robará la escena al resto del elenco (salvo a Elliott) al manifestarse. Y el resto de secundarios cumplen con su cometido. Sin ser ninguna comparsa. Aportando y echando sal y pimienta al engranaje. Destacando Red West, Marshall R. Teague y muchos rostros conocidos del cine de acción de los ochenta.
La trama está muy trabajada. Ello se nota en el metraje del film. Esta no es la peli de acción ochentera de serie B de poco más de hora y media de duración. No es la clásica pieza que se destinaba directamente a las estanterías del videoclub. Sus casi dos horas afloran muy trabajadas. Con una presentación marca de la casa (que evoca a Los siete magníficos), un desarrollo que arranca lento y pausado de modo que lo que parece va a ser una cinta de acción sin sustancia y mil veces vista, derivará con el paso de los minutos en un complejo producto que viajará por los senderos del western justiciero. Desmontando a los diversos personajes despacito, sin entrar mucho en su psicología pero retratando su superficie con la suficiente entidad para que el espectador tome partido y conciencia del pelaje del que están forjados cada uno de ellos. Siempre desde una perspectiva divertida y desprendida, dejando que el nudo se vaya desenredando sin entrar en complejos juegos de malabares. Desde la sencillez extrema como de la previsión. Si, hay poco hueco para las sorpresas. Todo apunta hacia una dirección que finalmente se cumple. Pero ese es precisamente el encanto de este tipo de cine, el generar intriga desde lo pronosticable. Quizás su tramo final peca de excesiva aceleración, fruto del excesivo revoltijo de subtramas, escenas y personajes que emanan del guión, pero rubricado con un desenlace poderoso, potente y explosivo. Muy cine de acción de los ochenta. Con ciertas gotas de cine de venganza y justiciero. Con exceso, explotando las virtudes de un género apasionante y minusvalorado. En mi opinión muy cercano a ese Tierras lejanas de Mann. El Wade Garrett de Sam Elliott se vislumbra como cercano a ese viejo desdentado interpretado por Walter Brennan, mientras el Brad Wesley de Gazzara en ese pérfido John McIntire, y el Dalton que asimila la tez de Swayze se erige como el Stewart herido por la pérdida de su sombra fiel en busca de revancha.
Es por ello que quiero reivindicar esta cinta. Sin tratar de convencer a los que han perdido la fe, pues esta es una película que requiere una adhesión sin fisuras a un tipo de cine ya extinguido que, de ser producida hoy, iría directamente al DVD, pues lo sencillo no triunfa en estos tiempos tan oscuros. Una cinta que logró un apabullante y sorprendente éxito de taquilla en su época, admirada por muchos integrantes de mi generación y aborrecida por otros tantos. Que cumple a la perfección con su cometido: hacer pasar un rato agradable y distraído a quien se atreva a enfrentarse a ella viendo toda una serie de gamberradas tiznadas con humor y un poquito de violencia (y también con jugosas escenas de sexo). Un placer gozoso al que no hay que buscar el cascabel, simplemente dejarse llevar sin pensar en que lo que hemos visto tiene algún sentido lógico. Y es que es esa irracionalidad innata al cine de acción la que nos sublima y refugia, nos hace evadirnos y nos hace pensar en un mundo donde los buenos ganan y los malos son castigados. Un mundo inexistente. Solo perteneciente al ámbito de los deseos y los sueños. Alejado de la realidad. Pero… ¿no es necesario para respirar soñar de vez en cuando que otro mundo es posible, aunque éste sea imposible? Esa es la sensación que me genera el cine de acción ochentero. Y esa es la razón por la que siempre que vuelvo a él, me siento feliz. Solo un poco feliz.
Todo modo de amor al cine.