Kenny, Brian, Danny y Terry son cuatro viejos amigos que vuelven a reunirse después de varios años sin verse. Son reclutados por un treinteañero, casi cuarentón, al que prácticamente doblan la edad. La razón es dar un golpe en una de las zonas más ricas de Londres, por el que podrían conseguir doscientos millones de libras. Como viejos dinosaurios dispuestos a la última gira, el grupo se junta en el pub Hatten Garden. Entre pintas de cerveza y planificaciones precarias en una nave destartalada, empieza un atraco a la vieja usanza.
La esperanza de vida crece actualmente, quizás más en la sociedad occidental. Por eso no es tan extraño ver un film en el que la media de edad de sus personajes supera los sesenta años y llega casi a la setentena. De hecho ya se estrenó esta temporada la nueva versión de Going in style (1979) titulada Un golpe con estilo en nuestro país. Aunque fuera una producción modesta para el cine yanqui, de unos veinticinco millones de dólares, deber ser mucho más dinero de lo que habrá costado este golpe británico, siendo irónicos, tal vez una marca blanca del otro film. La diferencia es que en este caso la trama está más enfocada al atraco en sí, siguiendo todas las fases habituales del subgénero, con la presentación de los personajes en acción o secuencias individuales, seguida del reclutamiento que los lleva a la preparación del delito, continuada por el atraco en sí con sus imprevistos posteriores. Nada que no se haya visto en otros largometrajes, lógicamente.
El aliciente para el film actual es la coyuntura generacional de los miembros de la banda, más pendientes del sueño, la próstata caprichosa y el carácter gruñón frente a los jóvenes. Situaciones parecidas a las de esos Space cowboys que dirigió Clint Eastwood a principios de siglo. Aunque determinadas escenas recuerden a esa comedia dramática con aliento aventurero, el realizador británico usa otras influencias más contemporáneas. Porque donde Eastwood ponía el ojo era en la camaradería entre compañeros veteranos propia de Howard Hawks y John Ford. Mientras que Ronnie Thompson echa mano del mismo Clint, Martin Scorsese e incluso Ken Loach o Stephen Frears, en sus retratos de auténticos supervivientes de la clase obrera.
En este segundo largometraje en solitario del director —tercero si contamos Francotirador, su ópera prima junto a James Nunn— el cineasta muestra las cartas boca arriba desde que se inicia la película. Le gusta el cine de género, así que tras el suspense de la primera, ya citada, y las acciones bélicas de I am a soldier, recurre al tono noir, sector atracos. Aunque lo mezcla con algo de comedia y, por fortuna, menos de drama. Consigue mantener el interés durante gran parte del metraje, ayudado por un reparto de secundarios habituales que destilan química en los diálogos, reencuentros, risas, además del respeto y admiración que profesa hacia ellos el protagonista, encarnado por Matthew Goode. Como suele suceder con este esquema narrativo de bancos y joyerías, es más atractiva la planificación y puesta en marcha que lo que sucede al final, por mucho giro sorprendente que llegue, tramposo y gracioso en esta ocasión.
Al menos queda un entretenimiento de algo más de una hora, previsible pero simpático. Con un elenco afinado, fotografiado en su plenitud de sabiduría y arrugas, un aspecto de la edad que no se disimula en ninguno de los intérpretes, incluidos Goode, que habitualmente aparece como galán en otros films. O a la misma Joely Richardson, bella a sus más de cincuenta, en un papel de mafiosa húngara, fría y amenazadora. Pese a vicios menores como ese arranque dinámico, demasiado narrado en off sarcástico por el protagonista, con elipsis rápidas, congelados y aceleraciones de imagen tan propios de Guy Ritchie, los videoclips y tantas copias en el mercado. Porque, digámoslo, estos inicios de film no sé si están pensados para los espectadores que llegan tarde a la sala, o se preparan una comida en su casa, o tal vez miran el móvil, hasta que han pasado varios minutos. Son secuencias que, cortadas por partes, podrían funcionar como trailers aislados. Por fortuna luego la producción se calma en su desarrollo, sin más licencias que algunas canciones bien insertadas en la acción o algún fusilamiento al repertorio audiovisual de Uno de los nuestros.
No se puede adivinar si la filmografía futura de Ronnie Thompson llegará a cimas más creativas. Por el momento dirige cine de entretenimiento sin ambiciones eternas, cumpliendo con presupuestos de serie B. Unas producciones resultonas, honestas en la capacidad de sus personajes, colegas de barrio de toda la vida que resultan más creíbles que los genios matemáticos de otros golpes míticos. Un film modesto con ancianos en ciernes que, sin que sirva de precedente, solo menciona la viagra en una ocasión y sin hacer un mal chiste.