Lo positivo: El cine de Cédric Klapisch no engaña a nadie. Cintas de desarrollo suave, sin piruetas formales, agradables a la vista, con tono preferentemente cercano a la ‹dramedia› y con personajes en conflicto que siempre acaban por resolverse (más o menos) de forma satisfactoria. Con esto se resume a grosso modo la temática global de la filmografía del director francés, películas que dejan más o menos poso en función del estado de gracia o el acierto con las que se han filmado.
Nuestra vida en la Borgoña es el último ejemplo de todo ello y, para sorpresa de nadie, cumple paso por paso todo lo comentado anteriormente. Sin embargo algo huele ya a vino rancio en esta producción. Puede que sea una cuestión de agotamiento de la fórmula, de unidimensionalidad de los personajes, de casting erróneo o quizás de todos estos elementos en su conjunto pero a pesar de la fluidez del desarrollo, e incluso de algún acierto estructural como el uso de la elipsis, estamos ante un producto indigesto, pesado.
Son muchos los problemas los que se vislumbran ya desde el principio de la cinta al plantear un conflicto que no solo se antoja nimio sino que recae en los tópicos más manidos del asunto: Encontrar tu lugar en el mundo, traumas infantiles, conflicto familiar. Todo abordado desde una óptica donde prima el acercamiento íntimo a los personajes a base de pegar mucho la cámara, mucho primer plano, mucha réplica y olvidando algo tan básico como la profundidad psicológica de los mismos. Sí, la sensación es que la aproximación al conflicto se reduce al brochazo mientras se espera que el espectador de por buenos los vacíos en nombre de eso que llamamos “una buena fotografía”.
Klapisch parece fiarlo todo precisamente a eso, a los bellos parajes, a la delicadeza (impostada) de la filmación, al abordaje del conflicto de forma moderada y educada a la no rebelión ni del formato ni del contenido. Lejos quedan las licencias alocadas de, por ejemplo, Una casa de locos. Aquí el director parece haber entrado en modo “tietista”, lo que no deja de ser paradójico si tenemos en cuenta que se focaliza la acción en personajes jóvenes y que François Cluzet (rey absoluto del “tietismo” francés) no esté en el reparto.
Pero quizás lo más desesperante, cargante y porque no decirlo enojante de todo el film es el disfraz, la excusa en la que se parapeta la producción bajo el epígrafe de ser una ‹feel good movie›. Se pretende que acabe bien al precio que sea y que el mensaje sea siempre positivo y que el conflicto se resuelva sin daños y para ello se plantea la evolución del rebelde problemático a responsable persona de bien. De solitario y conflictivo a familiar y constructivo. Es decir, todo lo rebelde se tolera siempre que sea en el marco de la juventud, después toca ser políticamente correcto y “madurar”. O lo que es lo mismo, detrás de las buenas intenciones se esconde un film profundamente conservador que sirve de excusa para la transmisión de unos valores rancios, añejos, caducos.