Aunque no lo parezca y en cierto modo pueda resultar incluso paradójico, hay muchas formas de posicionarse ante el llamado cine malo. Películas que, a través de su esencia, pueden sacar lo peor de nosotros… o lo mejor. Y sino, que se lo digan a un Tim Burton que en su Ed Wood —cuyo parecido en cualquier ámbito con esta The Disaster Artist es vago, por no decir inexistente— demostró saber reflexionar e incluso dotar de una vía humorística cuya tenue tonalidad contrastaba a la perfección con el discurso del film.
James Franco toma en su nuevo trabajo aquella polémica —y, finalmente, de culto— The Room que Tommy Wiseau rodara en 2003 dejando una extravagante estela de fans que, incrédulos ante lo que acababan de ver, no pudieron sino elevar su trabajo a los altares de lo cutre, de lo infame. Si en las formas —tanto frente como tras las cámaras— de Wiseau se intuía un carácter excéntrico llevado al paroxismo, el de Palo Alto se apropia de él para escenificar la producción de una de las mejores peores películas de la historia. De este modo, la voluntad lúdica atribuida a la figura de James Franco —no tanto por su faceta como cineasta, donde no se había prodigado en ese aspecto hasta ahora; más bien a su faceta como actor e incluso como personalidad dentro del mundo del cine— se persona en The Disaster Artist con un único objetivo, el de la comedia como parte de un todo. Aquello ya desarrollado desde su vis actoral —y que hemos visto en no pocas ocasiones, desde Spring Breakers hasta The Interview—, obtiene un peso particular en un film donde, por momentos, se roza la mimética pura y dura. Un punto de partida mediante el cual quizá poder desmontar la naturaleza del trabajo de Franco, si no fuese por el absoluto empeño en captar con una devoción imposible cada gesto y mueca del propio Wiseau —incluso en esa inconfundible forma de reír—, trasladándolos a la pantalla como si no se pudiese sustraer el más mínimo rasgo de la personalidad del autor de The Room; captar ese carácter, más allá de la propia actuación de James Franco, se antoja pues vital para un film que se ve reflejado constantemente en el talante único e inimitable del ya, a día de hoy, cineasta de culto por (d)efecto.
Es por ello, que la representación sin filtro de lo que llegaría a ser el rodaje de The Room —siempre según uno de sus actores centrales, Greg Sestero— aporta una particular disyuntiva: por un lado, la de optar por un vehículo cuya máxima es el divertimento al por mayor, donde las claves del género son manejadas al antojo del relato que el propio Wiseau marcaría a fuego en el rodaje de su film, y en el que los mecanismos del mismo quedan, en más de una ocasión, absorbidos por el talante del personaje a retratar; sin embargo, y por el otro, se denota una carencia de riesgo —aquel que, curiosamente, sí se sustraía de otras piezas del director como Child of God o Interior. Leather. Bar.— en cierto modo alarmante, pues si en el citado film de Burton el californiano aportaba una reflexión acerca del fervor por querer llevar la visión propia más allá, por, en definitiva, comprender el cine como algo más, con The Disaster Artist apenas se aprecian pinceladas lejos de su registro cómico.
Aquello que podría devenir principal defecto, no obstante, se convierte de un modo extraño en virtud, y es que al fin y al cabo ambas miradas no son sino un modo de comprender desde una perspectiva y unas pretensiones distintas ese deseo por hacer cine cueste lo que cueste. Una desde el romanticismo, y la otra desde la imprudencia más absoluta, transformando esa característica en otro de tantos atributos que, a conciencia o no, James Franco termina retratando en su film. The Disaster Artist es, en definitiva, una divertidísima y desacomplejada carta de amor a Wiseau, que no deja de mirar con ternura una demencia sin la cual quién sabe donde hubiese quedado esa The Room.
Larga vida a la nueva carne.