La magia también flota.
La forma del agua nos hace disfrutar del cine como si fuera un lugar privado donde está permitido soñar. Lo que siempre debería conseguir una película, que tengas ganas de sumergirte en ella. Lo consigue ofreciéndonos un villano, una heroína, una cosa salida de algún pantano. Un hombre poco dispuesto a aceptar su edad y una señora que habla y habla sin parar y aún así, es capaz de exprimir su mensaje con lo necesario. Además hay un cine, uno de esos donde las butacas están tapizadas con un rojo aterciopelado apelando al glamour, las películas son clásicos instantáneos, y el dueño, un tipo serio que discute sobre la fiabilidad de la escritura de la palabra ‹Mardi Gras›.
Guillermo del Toro ha querido hacer un homenaje inmenso al cine a partir de un divertimento rebosante de belleza, emotivo y afianzado, donde el cine en sí es una historia de fondo, un atrezzo para su batalla principal, pero cada mención al mismo nos descubre que es en el cine donde estamos, que es aquí donde nos queremos quedar. Porque este homenaje no se conforma con hablarnos del cine de monstruos o los grandes dramas románticos, aquí se apela a la persona que ansía encontrarse con la pantalla, la que espera al otro lado. El cine hace nuestros sueños realidad (algunos ni sabíamos que estaban ahí), y este director también debe soñar a lo grande cada día.
No solo del cine vive el hombre (la mujer), también hay espacio para romper la monotonía, para descubrir la música, los huevos duros, para crear nuevas formas de entender la universalidad del amor. Sobre el amor se puede hablar incluso debajo del agua. Para ello fabula, juega con el formato de cuento, uno donde él (con sus recursos de anfibio) tiene escamas, pero la protagonista, en su carcelario silencio, sigue siendo una más en un universo prejuicioso. Ese en el que se distinguía por colores y se reprobaba los contrarios, el que ocultaba condiciones sexuales, el que ninguneaba a artistas, el que oprimía a muchos para que la calle fuese liderada por el menos implicado en esto del respirar. Ese entorno asfixiante y gris llamado día a día donde Eliza encontraba el «clac-clac» adecuado que hiciera sonar sus zapatos.
Porque el cine, por muy mágico que sea, siempre tiene esa tendencia a rememorar lo ya vivido, a basarse en la memoria de muchos, para hacer surgir algo único. A citar, en definitiva, el amor jamás conocido en tierra desgastada.
Aún así no tenemos capacidad para mirar La forma del agua más que con esa ilusión infantil anclada en los ojos de unos viejos sabios. Esa sensación de conocer lo ocurrido, de haberlo vivido antes en algún sitio, en miles de películas y novelas que pasaron por nosotros. Pero reforzando esa capacidad innata de desconocidos en la platea, aplaudiendo con la mirada cualquier audacia. Disfrutando la irreverencia y llorando el drama. Suspirando, al fin, por un cuento de fantasía acuífera, donde Michael Shannon hace de más malísimo que nadie y muestra la virilidad de sus manos. Donde Sally Hawkins consigue enamorarme siendo más pequeña, más valiente, más expresiva que nunca. Donde Richard Jenkins humaniza nuestros miedos a través de un bisoñé. Donde esa cosa del agua es la clave para hablar de nuestro lugar en el mundo, de la necesidad de rescatar ese pequeño espacio que todos merecemos.
La forma del agua es un entretenimiento, cierto, pero esconde tanto detrás como para reforzar la ilusión y romper tabúes a partir de esos bichos que tanto le gustan a Guillermo del Toro, reconciliando a fans y detractores en un día tremendamente inspirado.