El nuevo trabajo de Michel Hazanavicius sorprende por su modestia y ambigüedad. A diferencia de los trabajos anteriores del director (caso exagerado de The Artist), el autor de OSS 117: El Cairo, nido de espías ha cedido el protagonismo a su personaje principal dejando a un lado su tendencia exhibicionista. Un trabajo de contención que puede apreciarse también en la objetividad con que nos describe la personalidad de tan destacado partícipe de la ‹Nouvelle vague›, permitiendo que el espectador se encariñe con él y lo deteste a partes iguales. Lo que observamos es el día a día de un sujeto plagado de contradicciones, decidido a dejar constancia de su “envidiable personalidad” pero también consciente de la falsedad de la misma. El joven Jean-Luc Godard desea sinceramente la llegada de una revolución, pero tal deseo choca constantemente con su actitud de “niño rico consentido”. Es la impotencia que siente ante tal contradicción la que convierte su actitud arrogante en un defecto entrañable (a veces).
Este comportamiento plagado de contradicciones está fuertemente ligada a la personalidad que rodea sus películas: la ironía de necesitar a la industria para trasladar la revolución a la gran pantalla, el deseo de convertir la producción cinematográfica en un proceso democrático, la voluntad de eliminar el lenguaje convencional de la planificación… objetivos que una vez y otra se dan de bruces con el muro de la realidad. Y lo más sorprendente es que Hazanavicius sabe aportar su granito de arena al debate (siempre desde una perspectiva cómica) sin por ello robar el protagonismo a sus personajes. Así lo demuestra la divertida secuencia en que los dos protagonistas discuten, completamente desprovistos de ropa, sobre si es o no es legítimo recurrir al desnudo integral; o la constante intervención de la voz en off segundos después de ser descrita por los personajes como un recurso inadmisible. Son pequeñas intervenciones repartidas con la dosis exacta para resultar divertidas —e incluso reflexivas— sin dinamitar la solidez ni la credibilidad del producto.
La principal virtud de Mal genio es que logra ser reflexiva y entretenida al mismo tiempo. Tal vez su falta de pretensiones le impida alcanzar la posición de “trabajo destacado”, pero también logra asentarla como película honesta, fácilmente digerible y plagada de reflexiones tan profundas como discretas: estamos ante el retrato de una época cuyos rasgos principales se entrecruzan con la personalidad del protagonista y sus películas; una reflexión metalingüística a través de la cual Hazanavicius pone a prueba los límites del lenguaje al mismo tiempo que (auto)parodia tales pretensiones; un discurso progresista que condena la fragilidad de las revoluciones tuteladas así como el egocentrismo exhibicionista que esconde una supuesta actitud revolucionaria (ahí está la constante contradicción con que topa Godard al apelar día sí día también a la necesidad de esquivar las convenciones… frente a la más que conservadora visión que tiene de la pareja conyugal). Un ejercicio metalingüístico que tal vez no pase a la historia pero cuyo visionado no resulta para nada molesto.