Había algo atrayente en el anterior largometraje de Aik Karapetian, y es que en su afán por potenciar lo visual en pro de un discurso bien anidado, lograba componer un mosaico de lo más turbador en el que las estampas concebidas por el cineasta no restaban un ápice de importancia a su contenido y además lograban apoderarse por sí solas de una atmósfera de lo más inquietante. En FirstBorn, donde el cineasta vuelve por sus fueros en un intento por fagocitar la imagen en una disertación que, para la ocasión, es inviable aprehender sin ese soporte tan vital para el cine del letón.
FirstBorn nace del miedo, algo que se constata en una secuencia embrionaria a través de la que Karapetian demuestra manejar a la perfección los códigos del género: algo que no pasaría por una escena insignificante más en un film de terror, es manejado para infundir el que será germen de un periplo incómodo, extraño.
A partir de ese instante, se lanza hacía una exploración del horror mediante el cual nace, y lo hace al componer un cuadro en el que el elemento visual cobra una importancia capital más allá de la metáfora: no es casual que algunos de los momentos que hacen estallar la película y la llevan a una nueva concepción se vean refrendadas por imágenes capaces de dotar de un nuevo significado su propia percepción —tanto desde la sugerente gama cromática como la deformación o transformación de las mismas—.
El terror, que surte efecto a través de lo palpable, de aquello que es tangible, pronto cobra una nueva dimensión al enfrentar a sus protagonistas —especialmente a él, Francis, un individuo cuyas dudas van más allá de los temores, e incluso se extienden a su relación, en un terreno donde la duda parece corroerle en más de una ocasión— a un futuro desconocido, que dejará de ser certero debido a una llegada inesperada y, aunque recibida con esperanza y anhelo —pronto vemos la habitación que alojará ese nuevo miembro—, de emociones sorprendentemente medidas —«Acércate, no tengas miedo» le insta incluso en una ocasión Katrina a Francis mientras le acerca a su vientre—.
La concisión de sus imágenes —esas dos estampas semi-consecutivas, con Katrina destapando los miedos de su marido, o de él huyendo a afrontar su inminente futuro ante el espejo— dota a FirstBorn de una fuerza insólita, que se afianza además en todas esas secuencias abordadas ante un manto blanco que no suponen otra cosa que la confrontación de una situación mucho más importante de lo que, al fin y al cabo, dejan entrever algunas de las decisiones tomadas por su protagonista.
Aik Karapetian se desvela en esta ocasión —algo en lo que quizá no era tan firme en The Man in the Orange Jacket— como un sólido narrador al que manejar distintas capas/realidades no incomoda por un solo momento: aborda su trabajo con una tenacidad y determinación que son las que, junto a sus ya citadas imágenes, dotan del carácter apropiado a FirstBorn. Percutor tanto de una estabilidad necesaria, su narrativa concibe un tono tan enrarecido como sereno que se perfila como herramienta bascular. Es por ello que, lejos de lo que pudiera parecer, el nuevo trabajo del letón no requiere de una atmósfera barroca y establece su concepción como vía articular de una obra tan medida como loable, donde los miedos no se personan en estridentes secuencias y sí desgranan todo aquello que nos define, que nos catapulta como imagen.
Larga vida a la nueva carne.