Es un día cualquiera. Bajo la persistente lluvia una agente de movilidad se sube al motor de un camión mal estacionado. Empapada, coloca la nota en el limpiaparabrisas. Poco después el conductor la insulta por haberlo multado. Termina la jornada de trabajo de Solange. Es su cumpleaños. Patrick (su marido) trabaja como auxiliar en la sala forense de un hospital. Le pide consejo a su compañero para buscar un regalo a su mujer. Aunque aquél le aconseja lencería femenina, él le compra una cafetera. Ya tienen otra, pero esta es para cuatro tazas y la podrán usar en la casa nueva a la que van a mudarse. Solange mira el electrodoméstico aburrida. Treinta años es una buena edad para cambiar las cosas.
La primera película dirigida por Stéphane Brizé lo confirma como un autor coherente, implicado en la coescritura de los guiones o en la adaptación de novelas para crearlos. Tal vez resulte pintoresco que su comienzo surgiera con una comedia dramática muy inspirada en las secuencias de humor, con buen pulso para crear tres o cuatro gags visuales o apoyados en diálogos, capaces de provocar la risa del espectador. Sobre todo resulta distinto a sus films posteriores más famosos como son No estoy hecho para ser amado, Mademoiselle Chambon o La ley del mercado. La unión de estas tres películas o El jardín de Jeannette, la más reciente, no se hallan en el género, el drama ya sea romántico, ya sea costumbrista. Las similitudes surgen en el enfoque sobre los personajes protagonistas, mujeres y hombres que sustentan el peso de casi todas las secuencias del film, aportando un punto de vista que conduce nuestra mirada y conocimiento sobre la vida, entorno, además de las circunstancias de cada una y uno de ellos.
Solange Rouault es la treinteañera que domina las acciones de Le bleu des villes, cuya traducción literal sería El azul de las ciudades. El motivo del color se debe al uniforme que visten las agentes de movilidad de una ciudad de provincias en Francia, mujeres encargadas de revisar las plazas de estacionamiento para coches. Aunque también podría corresponder a la situación atmosférica de esa población, algo triste por los chaparrones abundantes. O al cristal de color azul por el que Solange mira a los paseantes en un parque, los días en que luce el sol. Azul es también el tono predominante de los videos que se graba la protagonista, mientras canta sus canciones en total intimidad, una actividad que ni siquiera comparte con su marido. El contraste e importancia de los colores se manifiesta cuando ella sale a cenar una noche con Mylène, una antigua compañera del colegio que visita la ciudad para firmar un libro escrito por su condición de famosa presentadora meteorológica en la televisión. Este encuentro motiva una transformación personal involuntaria en Solange, más allá de su vestido rojo, el preferido por el personaje como quedará de manifiesto en varias secuencias posteriores.
El cineasta, que contaba con sus treinta y tres años cumplidos en el año de realización de esta película, logra una cómplice perfecta en Florence Vignon, actriz y coguionista del film, además de haber escrito tres films posteriores del director. En este caso los dos se implican delante y detrás de la pantalla. Ella con un personaje observador, en crecimiento y catalizador progresivo de lo que sucede. El realizador como el ojo que la sigue con respeto, alternando en las primeras secuencias las opiniones de Patrick, el marido, breves escenas que ayudan a la evolución de ella y el inmovilismo de él. Siempre sin artificios ni atajos tramposos que los transformen. Con la naturalidad de un montaje al corte, planos medios y contraplanos que los van separando al mismo tiempo que se enfría su relación, frente a los primeros planos, medios y generales, que los encuadraban juntos en la primera parte.
Sin embargo, la cumbre del largo es el tratamiento de las canciones que culminan varias secuencias, como la del coro de agentes que cantan el himno de su trabajo, con ese verso chistoso en el que aseguran que no les importarán los escupitajos ni los insultos. Y por supuesto las tres versiones que canta Solange de un tema popular como es Mamy blue. Sí, con ese azul que impregna todo. La primera vez ella sola, grabándose ante la videocámara en plano fijo. La segunda en el karaoke, ante la mirada de todos los clientes del bar, mientras la cámara la reencuadra con zooms suaves. Y la tercera ante las ancianas de una residencia, con movimiento de grúa y en plenitud de sus facultades vocales, desafine o no. Lejos de ser un film musical, la relevancia de todas las canciones y su tratamiento audiovisual, superan al de un título reciente como La ciudad de las estrellas (La La Land) sin necesidad de grandes alardes. Puede ser que Stéphane Brizé haya ganado en gravedad y tono serio en su obra más reciente, pero un título como Le bleu des villes deja clara su capacidad para la comedia, el buen retrato de personajes y la sutileza en variaciones cómicas y dramáticas, desde la comedia negra y la absurda hasta el drama del maltrato y el social. Sin estridencias.