Con Dirty Filthy Love, Adrian Shergold pone en escena el delirio obsesivo compulsivo desde un punto de vista que, por no corresponderse con la imagen típica que suele ser proyectada y asumida por la mayoría y que no es otra que la del maniático que entrega su vida al orden y a la estructuración de su entorno según su propio criterio —por supuesto que existen hábitos pero no son ni mucho menos el rasgo que define todo esto—, termina por resultar totalmente interesante. Y es que el realizador de Persuasion nos presenta a un hombre que, lejos de intentar controlar el flujo incesante de realidad mediante la imposición de un orden puramente mental en la medida de lo posible, es dominado precisamente por ese devenir al encontrarse atado a una sucesión de reacciones aleatorias y de justificación trascendental que responden a un desbordamiento de la psique que es causado por una realidad y una sensación de inestabilidad que desbordan. Es por ello que el protagonista de Dirty Filthy Love adquiere el papel del errante, del que vaga de un lado para otro sin rumbo fijo porque la imposibilidad de encontrar o de construir un sentido de vida, que deriva en la continua náusea que produce el vértigo, termina por llevarle a aferrarse a cualquier objeto, persona o idea para poder evitar la caída aunque sea temporalmente. Por ello nos encontramos con un hombre que, según se vuelve más compleja su patología, desplegará una serie de compulsiones cada vez más amplia que disipen la ansiedad del existir, pasando de los continuos giros no medidos de la cabeza y de la impuntualidad típica causada por el quedarse uno trabado con el interruptor de la luz, a la subida desequilibrada de escaleras o el zigzag con el que se evita chocar en la calle con la tragedia. El Transtorno Obsesivo Compulsivo visto como losa que porta, como se ve en el desarrollo del personaje tanto en su soledad como en su encontronazo con sus semejantes, un individuo con ínfulas de ser elevado y elegido, atributos que encuentran su sustrato en dos puntos básicos. En primer lugar, el carácter mesiánico e individualista que se aprecia en el protagonista en su ir de un estar acorde con la convención y con el mundo establecido a un desfasaje con los que viven su tiempo y que se materializa en esa melena que termina dejándose muy a lo YisusCrist. Y es que, ¿cómo no dudar y pensar en determinados momentos que —al menos cuando uno es pequeño y aún no sabe muy bien qué coño le pasa—, si el flujo de tu pensamiento te indica continuamente que está en tu mano salvar ciertas situaciones, no se trata realmente de una conexión que te vuelve un mediador entre “X” y el mundo y que el resto de personas no llega a comprender? Sensación de la que se deriva el segundo atributo que puede definirse como un exceso de responsabilidad que, en su desmesura, termina por volver irresponsable al protagonista. Es decir, que cuando la continuidad de pensamientos que le indican que es él quien puede y debe resolver mediante la compulsión la negatividad de la representación mental que se presenta en su cerebro sin comerlo ni beberlo se vuelve demasiado tocha, se entiende que esa acumulación de responsabilidades —llegar a pensar que la vida de personas, su éxito o su ridículo dependen de TI—, terminen por hacer que el hombre se rinda. Y es esta oscilación entre la estabilidad y la caída la que explica que Dirty Filthy Love, al igual que la vida de quien padece la patología misma, vaya de la comedia al drama y del drama a la comedia, haciendo evidente, gracias también a ese montaje demasiado loco por lo dinámico, ese oscilar de un lado a otro con ritmo propio y sin rumbo fijo. Una película que refleja, aunque sin atacar demasiado a los psiquiatras que encorsetan y engloban a una diversidad que sufre una patología que se manifiesta de manera radicalmente distinta en cada individuo bajo el mismo patrón de diagnóstico como consecuencia del encontrarse todavía en la Edad de Piedra de su propia profesión —como ocurre también, a fin de cuentas, con la psicología—, la vida de un hombre y los que le acompañan en sus reuniones de putolocos que se caracterizan por ese ser resquicios en bruto de un primer hombre en el que pesaba más la intuición que la razón, por ese estar más cerca del origen, del pensamiento mítico y del rito y, a fin de cuentas, de los estados anteriores a la civilización, recordando en cada compulsión a aquel primer hombre desvalido que, por el miedo a las tormentas y demás fenómenos contra los que aún no podía defenderse, decidió mover determinadas piedras o pronunciar “x” sílabas pensando que así todo lo malo cesaría.