Llegó el verano, fecha en la que Jeanette regresa con su familia a la mansión del campo. Está emocionada por terminar los estudios, vivir de nuevo con sus allegados y cuidar con su padre del jardín, el mejor lugar para ver pasar las estaciones. La vida crece como las plantas, los cultivos de hortalizas o verduras. Pero ella se queda en su juventud, esos veinte años perdurables, a pesar de las décadas futuras, de un marido y un hijo, o de otras personas queridas que se pierden. A pesar de las decepciones. Las cosechas no son siempre buenas.
Hay películas que pueden resultar estimulantes, tanto si son del agrado de sus receptores como si resultan complicadas para los que asistimos a su proyección, tal vez porque llegan sin pistas, rompiendo con las previsiones que generan, debido a su argumento. En este caso se trata de Una vida, la primera novela de Guy de Maupassant que sirve como base literaria. Desarrollada durante el siglo XIX, la plasmación cinematográfica de Stéphane Brizé se desembaraza del corsé de la época, en cuanto a un academicismo formal de planos estáticos o de puesta en escena centrada en el paisaje y los decorados. Sobre todo en un momento que las tendencias predominantes son el cine, televisión y otros productos audiovisuales en formato panorámico horizontal dentro del ámbito profesional. O en el molesto formato vertical ordenado por los dispositivos móviles, accesorios con los que se graban toda suerte de acontecimientos, videos que se difunden por noticiarios y cualquier tipo de programas de dudosa vocación social o humana, por mucho que así los llamen los directivos y programadores catódicos. En un punto intermedio Brizé opta por la elección de un formato de 35 mm primigenio, de 1:33 en pantalla, unas dimensiones casi cuadradas que desafían las medidas aceptadas en las salas de cine y por los canales de televisión. La proporción visual registrada, en desuso, se amplifica con el rodaje cámara al hombro o sin soporte fijo en gran parte del metraje, un tono documental que consigue el tono contemporáneo para una historia con más un siglo y medio de diferencia respecto a nuestros días. Unos encuadres mostrados sin sosiego, pendientes de los personajes, de sus rostros en escorzo, las manos en planos detalle, los protagonistas vistos sobre todo por la espalda o en perfiles esquivos. Aunque los padres sean dos actores tan reconocibles como Jean-Pierre Darroussin y Yolande Moreau, el operador los elude, sin captarlos frontalmente, salvo en secuencias claves dramáticas en las que permanecen quietos. Incluso parece que son otros intérpretes por la extrañeza que causa el trabajo de fotografía.
El punto de vista no cede a tentaciones preciosistas ni tampoco a satisfacer la cuota fotogénica por medio de vistas idílicas o interiores cálidos, tan propios en el cine de época. Tampoco recurre al uso de la música hasta que ya ha discurrido mucho tiempo del metraje, con una partitura de melodías austeras sin necesidad de aportar sentimientos que influyan en las emociones del público. Sin embargo, lo más inquietante es la narración que despoja el texto literario de su capacidad de evocación para transformarlo en acciones, charlas, miradas, discusiones y desencuentros entre Jeanette, parientes y demás personas de su entorno. Incluso sorprenden algunos flashbacks que se cuelan como intrusos en la narración, sin quebrar el montaje que continúa, de todas maneras, con un tempo lineal irremediable.
Más allá del jardín que Jeannette y su padre cuidan con una dedicación digna de un maestro oriental, aún más lejos está ese empeño por seguir a la protagonista con su propia vida, a un personaje indomable por su hermetismo, su inmovilidad, sin buscar la complacencia de nosotros los espectadores, mostrándola con toda la entrega de Judith Chemla en un papel incómodo desde la butaca, en contraposición con una interpretación convincente, orgánica, capaz de crear un personaje consecuente, sin tentaciones de redención aunque nos agobie, asuste o huyamos de un reflejo en el que no queremos encontrarnos.
Tal vez hubiera sido provechoso medir el ritmo de una narración que apremia poco el exceso del metraje, contagiado por varias situaciones similares que se suceden en el film, escenas que acogen un estribillo de regreso. También puede que esta elección descriptiva acabe transformando el relato literario en una crónica cercana, contemporánea, con fuerza documental. Depende del paladar cinematográfico de cada espectador la capacidad de hallar una perla o un trabajo de adaptación arriesgado sobre un libro -no tan conocido- del escritor francés. Una novela que apetece leer para completar la experiencia del visionado.