Si hay un motivo por el cual el cine independiente ha pasado de ser una reivindicación artística —incluso a la altura de grandes movimientos de vanguardia del s. XX— a poco más que otro mero sello comercial, ese ha sido el ostracismo tanto de un acabado formal como de un núcleo discursivo que dotaban a ese cine realizado —en sus inicios— por notables autores como John Cassavetes, Maya Deren o el Robert Altman de algunas de sus mejores etapas. Que incluso un hervidero de propuestas como el laureado Festival de Sundance haya terminado sirviendo de espejo a ese cine acomodaticio, y hasta haya sido repudiado por Robert Redford, su creador, resulta sintomático. En ese contexto, la figura de Nathan Silver es otra de tantas que ha continuado vinculada a un cine independiente de carácter más combatiente; desde su relación con pequeñas productoras —las filiales independientes de majors no son cosa suya—, hasta la proyección de un carácter formal y reflexivo más bien inquieto, el autor de Uncertain Terms se ha revelado como creador de una propuesta donde no hay lugar para lo acomodaticio, dando paso así a un cine tan personal como azuzador.
Dentro de esa propuesta, y ya lejos de composiciones más extremas como la realizada en Stinking Heaven, Silver encuentra en Thirst Street la ventana a un cine que continúa sin realizar concesiones de ningún tipo, pero a través de la que sí se pueden establecer concomitancias o relaciones. De hecho, basta con observar el trabajo de uno de esos directores de fotografía habituales del cine independiente —un Sean Price Williams que es ya ineludible para la obra de cineastas consagrados como los hermanos Safdie o Alex Ross Perry— para percatarse que en el nuevo trabajo de Silver nos encontramos una mirada que a nivel visual y estilístico rememora etapas pasadas. Una declaración de intenciones que, no obstante, no se traslada al subtexto del film; o no lo hace, por lo menos, del modo en que cabría esperar. Así, y si en Thirst Street se entabla la historia acerca de un ‹amour fou› de lo más resbaladizo, cuyas constantes podrían deslizarse por debajo de un conveniente terreno psicológico —algo que se sugiere, en esa última relación traumática de la protagonista, pero no obtiene un valor clave—, el núcleo narrativo acaba por disponer de un acercamiento más dramático; pero no a través de uno de esos panoramas cuya gravedad termina anteponiéndose al relato, sino mediante la extraña combinación de un renovado filón donde lo clásico se encuentra con unas formas estrictamente rompedoras para con su carácter, pero convive en un singular ejercicio del todo estimulante.
El romance de Gina, azafata, con un camarero francés de aspecto estrambótico, cobrará una dimensión que pese a insinuar una propensa irrealidad, rematará dando juego a una confrontación que se deducirá tanto en el plano físico —entre ambos personajes— como en el interno —por las consecuencias que tendrá la esquiva conducta de Jêrome en la estabilidad de Gina—. Silver, consciente de que un choque como ese podría llevar lo psicológico a un plano eminentemente cerrado, se decanta por una fisicidad que no va más allá del puro enfrentamiento convertido en reproche, y lo sostiene todo a través de una voz en off que sirve como articulación de unas inquietudes —las de Gina— que en ningún momento dan paso a un marcado desequilibrio. Es en su condición de artefacto cercano a dos enlaces tan distintos como su puesta en imágenes y su configuración narrativa, donde el cineasta alcanza las virtudes de una propuesta que se siente europeísta por momentos, pero que en especial dibuja en su fisonomía una ‹rara avis› tan sugerente como enigmática.
Larga vida a la nueva carne.