Lo primero que llama la atención tras ver Oírse son sus muestras de madurez, honestidad, además de la confianza en el documental como catalizador de argumentos, vivencias personales y cierta investigación para suplir la estructura de ficción con la que cineastas y espectadores se sienten más guiados. La primera obra del realizador navarro David Arratibel se podría situar en aquel género. Planteada como una tesis personal e involuntaria, relativa a los acúfenos, unos fenómenos acústicos que se originan en el interior de las personas, sin que exista una fuente sonora exterior que los motive. Esas molestias auditivas experimentadas por numerosos pacientes -como es el caso del propio David- son las que lo empujan a producir el mediometraje.
En poco más de cincuenta minutos el director se implica emocionalmente desde su propio padecimiento sin mostrarse ante la cámara, oculto, fuera de campo, lanzando preguntas acerca del ruido, el silencio y la resignación ante los sonidos implacables que amenazan la cordura, sin saber la razón de su origen, su duración o si algún día desaparecerán. Con frases cortas, conclusiones, pensamientos y algunas cuestiones que se proyectan mediante títulos impresionados sobre la pantalla en negro, para solicitar las respuestas de tres pacientes como él. Elena, Gotzone y Albaro, dos mujeres y un hombre que conoció el cineasta en los catorce años que sufría la presencia de los acúfenos en su cerebro. Sufridores que deja presentarse ante un micrófono situado en una cámara anecoica, rodeados por pirámides de espuma y fibra de vidrio en un lugar que los enfrenta todavía más al silencio total externo, a la certeza de que en sus organismos no existe la negación del ruido. Una sala hermética en la que se pueden escuchar vibraciones del sistema nervioso y los propios latidos, pero jamás huir de unas frecuencias invasoras y permanentes que los azotan.
El documento tantea zonas oscuras más propias del cine de terror o el suspense, aunque rehúye la gravedad de inmediato. Una vez que sabemos la intensidad en hercios y decibelios que castiga a los tres implicados, la cámara registra un puzzle visual de sus jornadas con planos generales, a distancia, encuadrados con bellas composiciones que no interfieren en sus rutinas. Costumbres diarias de una profesora, un ama de casa y el batería de un grupo musical. La fotografía los espera en planos fijos generales que les permiten respirar con sus movimientos y acciones. También picados en aplomo que los observan desde lejos. Alternados por estampas artísticas de los lugares que los rodean, como son una plaza del pueblo, el bosque próximo o una fábrica. Escenarios con el sonido ambiente que se superpone o acopla con las frecuencias de sus mentes.
El cineasta no somete a los espectadores al chantaje de la pena. Prefiere plantear dudas que crean una intriga para que avance el metraje. También asume las molestias físicas y psicológicas de los protagonistas, unas sensaciones que ya padece él mismo. Más allá del dolor o la tortura de esos sonidos, la vida continúa y se desarrolla en la pantalla mediante un rodaje que respeta la naturalidad de las conversaciones familiares, las ocupaciones profesionales y las labores domésticas. Con sinestesias sonoras que permiten la empatía del público con el trío de personajes. La cámara reencuadrando la composición mediante el marco de una ventana o de una puerta, para verlos sin que se alteren sus ritmos vitales. David Arratibel quiere oírse como se oyen sus cómplices en la imagen, sin tensar la duración de una miniatura que no necesita más minutos. Que halla su eco en la cotidianeidad de los protagonistas, un estado de normalidad cortado por las breves intervenciones del médico especializado en esos padecimientos sensoriales. Cerrando una película breve que arroja luz sobre algo totalmente subjetivo, renunciando a conseguir la solución del problema pero logrando la simpatía y empatía, desde un trío mínimo, humano. Con un mensaje comprensible, tal vez universal.