La cordillera es una película de múltiples lecturas. Y lo es tanto en el campo metafórico como en lo concerniente a su historia. Esta doble personalidad también puede apreciarse en la curiosa forma que tiene Santiago Mitre de tomar partido en su relato: lejos de caer en la carta de denuncia política convencional, el director argentino opta por castigar duramente a sus personajes aunando psicología y corrupción. Hernán Blanco, presidente de Argentina, debe tomar de forma simultánea decisiones relacionadas con la salud mental de su hija y el porvenir inmediato del país que tiene a su cargo. La actitud con que afronta ambas tareas y las resoluciones a las que acaba recurriendo abren interrogantes sobre su pasado y personalidad; al tiempo que plantean interesantes cuestiones éticas que rozan el existencialismo. Una suerte de laberinto en el que intimidad y política se entrecruzan. Pues bien, la gran virtud de la película que nos ocupa es saber llevar a cabo la composición de tan complejo puzzle con notable naturalidad.
Existe, a pesar de todo, cierta auto-conciencia. Afortunadamente, esta no impide a la película explicarse con honradez y credibilidad; pero sí que hace entrever ciertas actitudes pretenciosas que anclan el trabajo al terreno de lo convencional. Hablamos, básicamente, de una cuestión formal: claroscuros de obvias intenciones, banda sonora pretendidamente siniestra (si bien cabe decir que Alberto Iglesias cumple con su trabajo con entera profesionalidad)… Aún así, Mitre logra mantener el interés hasta el final. Ello se debe, en gran parte, al hecho de que al autor se le da casi mejor escribir que dirigir: la finura de sus diálogos y el tempo pausado (en realidad, otro dispositivo sujeto a un lenguaje convencional, pero no por ello menos efectivo) encuentran la armonía adecuada para convencer al espectador de que se deje engañar. Petición a la que accede gustosamente.
En definitiva, el balance es sin duda positivo. Santiago Mitre sabe explicar lo complejo con facilidad. En ningún momento da la sensación de que el director se pierda en innecesarias vueltas de tuerca ni de que intente dar gato por liebre (el clásico recurso de lanzar al aire infinidad de datos para que el espectador confunda abundancia con complejidad). La historia, por más que laberíntica, es sólida y (lo más importante) carece de anzuelos. Es gracias a ello que los aspectos “académicos” anteriormente mencionados quedan (casi) eclipsados por el brutal retrato que Mitre hace del panorama político actual. Ya no hay espacio para la ética ni el humanismo. Quien entra en el juego del capitalismo salvaje se ve absorbido por un remolino que desciende directamente al infierno. Y a partir de entonces, todas las opciones conducen al mismo sitio. Hecho el descenso, ya es imposible regresar.