Hotel Cambridge llega para volver sobre lo mismo de siempre y recordar que la sociedad es jodidamente patosa, que el hombre sigue siendo un lobo para el hombre por mucho que revista con cartelitos de colores y con leyes que van y vienen su paso en falso a la salida del estado de naturaleza. No me acuerdo si fue Kundera y si fue en La insoportable levedad del ser, si no me lo invento, donde hablaba de una especie de carrera en la que el ser humano ocupaba un mundo tras la destrucción por mano propia del anterior, llegando a la conclusión de que si colapsásemos un quinto planeta sin haber encontrado soluciones seríamos unos auténticos paletos. La intuición me dice que estamos en el quinto y seguimos como al principio, pero aunque de verdad estuviésemos todavía en el primero, es solo con descubrir en un bar, mientras me tomo el café que me permita establecer el contacto humano con personas no conocidas que me desagradan a lo bestia en su mayoría aunque algunas tengan algo de luz y a otras las envidie por tener demasiada, las reacciones “a o b” “blanco o negro” y la violencia que las tizna de unas víctimas del parto que lo han desaprendido todo desde su nacimiento hasta su vieja vejez, que me termino el café de un trago y digo: «va, pues a esperar otros cuatro mundos, pero esta paletez no puede más que llevarnos a la involución desatada». Y Hotel Cambridge va un poco de todo esto, de situarnos ante una situación turbia y producirnos ese regusto de rabia para que te vuelques en la lucha contra la desigualdad. Pero es en esta representación, que una serie de refugiados y de sin techo brasileños hacen de sus propias vidas, donde pasa de referirse tan solo a un fenómeno concreto —la expulsión de todos estos ocupas del lugar temporal que habitan en Sao Paulo— a toda una serie de causas sociales mucho más amplias y belicosas que dan lugar a la situación particular y que a su vez tienen otras causas que ya dejan de señalar a una organización política alucinada y extremadamente mediocre para señalar a una todavía más profunda estupidez humana general que a todos nos atañe. Es decir, que volviendo a la idea del principio, «la sociedad es jodidamente patosa», que nadie se libra.
Pero este señalar a todo y a todos como culpables directos o indirectos del malestar social deja de ser inteligente demasiado rápidamente para encontrar su bajona en ese denominador común que ensombrece cualquier manifestación social contemporánea: la alegría. Y es que si el baile y los saltos de una masa universitaria que posiblemente no debería haber terminado el bachillerato te sacan de todas esas movidas para volverte un maldito elitista moral y un individualista de cuidado sin tú haber querido llegar a ello, es ya la puesta en escena que Eliane Caffé desarrolla ficcionalizando la vida de ese edificio que disipa la ira de su búsqueda de cambio (defiendo la ira sin baile y con el llanto medido si realmente se quiere cambiar —ira no es sinónimo de violencia, cosas que por desgracia hay dejar claras porque luego a cualquiera le tachan de radical—) en algunas secuencias tirando hacia lo arty, otras hacia la ñoñería de la representación romántica con exceso de azúcar, la que termina por hacerte desistir cuando en ese buenrollismo final en el que la gente aplaude y debaten sobre la tragedia de la vida a la que contribuyen pero sin tener ninguno la sensibilidad de ponerse a llorar y decir: «ay, que somos humanos, que no son los otros ¡que somos mu malos todos!», termina uno por salir de la sala sin escuchar a nadie y pensar: «pues quizá sea mejor escuchar a Abel Ferrara, que anda por aquí». Me gustan los discursos decadentes, no le puedo hacer nada.