En Argentina se ha venido consolidado, en los últimos años, un estilo cinematográfico independiente que bien podría denominarse “cine personal”. Son variadas las propuestas de este país sudamericano que abordan las contradicciones o situaciones internas que cualquier persona puede llegar a tener consigo mismo, en su relación con otros seres o con su entorno. Para su eficacia narrativa, utiliza escenarios cotidianos y “actores” que no son más que transeúntes comunes y corrientes que se los puede encontrar en cualquier lugar de una urbe, pero de quienes nadie sabe qué sienten, qué piensan o qué problemas tienen. Eso es lo que busca esta corriente fílmica: capturar a uno de esos individuos y adentrarse en su espíritu para mostrar que hay allí.
Con Primero enero asistimos a una aparente historia sencilla pero que posee un trasfondo psicológico. Se trata del empeño de un hombre divorciado por organizar, para el fin de semana, un viaje con su hijo pequeño a una hacienda de su propiedad en la serranía. Desea pasar un agradable instante y enseñarle a su vástago cómo enfrentar distintas situaciones.
La película se preocupa de abordar elementos comunes involucrándose en circunstancias que, pese a tener el riesgo de ser insignificantes para la construcción de una efectiva acción fílmica, adquieren relevancia para demostrar el comportamiento de los personajes que viven una situación irregular y que buscan salir de ella estando juntos y olvidándose, así sea por poco tiempo, de la realidad.
El protagonismo lo tienen actores no profesionales por lo que el uso estratégico de imágenes y de diálogos espontáneos permite contrarrestar esta falencia y estructurar una propuesta artística de carácter introvertido. Para la configuración del mensaje de la película, hay interés por introducirse en la mente y en el sentir de la pareja de intérpretes que tratan de mantener una relación normal, sabiendo que se trata de un momento artificial que fue creado para apurar enseñanzas y para autoengañarse de que todo sigue igual en su relación.
El contexto psicológico del filme mostrará la ineficacia de esta intención. El enfrentamiento frío y pasivo de estos momentos surgirá cuando el hijo añore volver a la cotidianidad con su madre, es decir, a su día a día normal en donde parece que no consta la presencia de su padre como elemento sustancial de su vida.
Es un choque de distintas maneras de ver a la vida, una variante de la propuesta que popularizó Robert Benton con Kramer vs. Kramer, pero limitada en su temporalidad. La “disputa” se encierra sólo para padre e hijo sin que la madre asome siquiera en escena porque es un hecho que la vida y la sociedad ya sentenciaron que el pequeño se quedará con ella.
El silencio que irrumpe en la trama del filme en varias ocasiones refleja la situación compleja y deja entrever que el instante compartido es forzado pero, a su vez, justificado porque el padre trata de vivir de prisa y así lograr, en tan sólo un par de días, que su hijo no pierda el afecto y respeto hacia él.
Se trata de una película narrativa de momentos y que es necesario abordarla desde una perspectiva psicológica. Gusta de dar sentido a las cosas y escenas. De este modo, la casa a donde llegan, a pasar el fin de semana, no quedará de testigo de los instantes vividos porque será vendida.
Un tango desgarrador al final será quien delate el verdadero trasfondo de los sentimientos de un atormentado hombre que disimula tranquilidad pero que teme dejar de ser el padre de su hijo.
La pasión está también en el cine.