Una de las cosas que más llama la atención en el último trabajo del mejicano Amat Escalante es el modo delicado y transparente con el que aborda el género fantástico, sin que su encaje en un contexto de cine de autor de corte intimista y firmemente anclado a la realidad social de su país (los personajes se mueven en un marco costumbrista que permite, en cierto modo, tomar la temperatura de cierto estado de las cosas dentro de la sociedad mejicana) limite o condicione la forma en la que lo extraordinario se articula dentro del relato. Por las grietas de una narrativa pausada e hipnótica, que recuerda vivamente, como ya se habrá comentado, a la de su compatriota Carlos Reygadas, se filtra insidiosamente el influjo de lo sobrenatural, de lo imposible. Es un cine fantástico que no necesita alzar la voz, consciente de que el impacto y la credibilidad de su muy extraña fábula sexual radica fundamentalmente en el tono, en la atmósfera. Y eso, no se puede negar, es algo que Escalante domina aquí con notable habilidad. No importa cuán retorcido e incluso escabroso pueda resultar su argumento en ocasiones, porque es tal la confianza que deposita su director en él, y al mismo tiempo está tratado con una seriedad tan sincera y desprejuiciada, que no sólo la historia no llegar a descarrilar, sino que logra ostentar unos niveles de magnetismo a los que rara vez accede el cine convencional.
Es mérito de Escalante conseguir que su obra emane un aura tan particular, pese a las referencias que puedan rastrearse en su génesis (de la Posesión de Zulawski al Anticristo de Lars von Trier, pasando por el citado Reygadas o por el ‹hentai› de tentáculos y violaciones que se pusiera de moda a raíz de Urotsukidôji). De hecho, cabría la tentación de despacharla como peregrina y vacía provocación, casi una apropiación festivalera de cierta ‹exploitation› erótica ligada a la ci-fi más morbosa, pero de nuevo sería contradecir el poderío real que destilan sus muy refinadas imágenes, negarles una inquietante veta de seducción y extrañeza que es la que hace posible que una historia, inteligentemente ambigua pero en ocasiones algo disparatada y dramáticamente exigua, pulse teclas sombrías en la mente y la sensibilidad del espectador. No es ajeno a ello sus reflexiones en torno a una sexualidad que los personajes viven problemáticamente: el sexo, en la ficción, es culpable, insatisfactorio o sencillamente se reprime (o se anhela calladamente). Igual que pasaba en Visitor Q, es necesaria la presencia de un ente extraño (cuyo origen nunca se termina de explicar) para rasgar esa pantalla de hipocresía, impostura y represión que mantiene a los personajes atrapados en una vida infeliz, alienados y separados de su propio yo.
Escalante, valiéndose de una premisa de ciencia-ficción pura (que percute, sin embargo, en la historia siempre de forma esquinada, difusa), explota la cualidad más primitiva y telúrica del medio (filma los cuerpos, la naturaleza, el mismo sexo, con una sensualidad oscura, mórbida, arrulladora) precisamente para hablar de eso, de regresiones a estados mentales primigenios, ya olvidados por el peso de una civilización que neutraliza nuestros apetitos más atávicos. La región salvaje es, pues, un intrigante cuento de horror, sexo y muerte que, pese a su rumbo incierto y el alcance limitado de su historia, acaba erigiéndose en una hermosa crónica de la búsqueda denodada del placer, y sobre el placer mismo en tanto que fuerza purificadora capaz de sublimar o matar con idéntica facilidad. Escalante disfruta desnudando a unos personajes repentinamente confrontados con una sexualidad mística, libre, transfiguradora, que cuestiona todo aquello real y tangible que marca sus vidas. Puede que la película no sea muy profunda en sus cavilaciones, pero el enfoque tan lúbrico y dionisiaco adoptado por su director para acometer un drama íntimo ribeteado de elementos fantásticos, sólo puede despertar mis simpatías. Al margen quedan ciertos titubeos y carencias; lo que se impone es cine de género insólito, turbio, a contracorriente, tan fascinante en su singularidad que cuesta despegar la vista de la pantalla.