Después de ver casi toda la filmografía de Hideo Gosha durante más de cinco años de lenta pero ilusionante investigación, he de afirmar que nos encontramos ante uno de los más grandes autores de la historia del cine japonés. Una figura relevante. Poseedor de un profundo compromiso ideológico (virado hacia la izquierda) a la vez que un excelso conocimiento de la ancestral cultura del país del sol naciente. En sus encuadres y composiciones se nota un apego hacia los lienzos de Utamaro y Hokusai. Una predilección hacia la erótica emanada de estos genios de la pintura que fue consolidándose poco a poco, a medida que Gosha fue perdiendo la timidez que emanaba de sus primeros trabajos (muy apegados a la moda del spaguetti-western) para desatar toda su pasión cinematográfica en una última etapa de su carrera en la que explotó sin ningún tipo de rubor las posturas y obsesiones de estos pintores del medievo oriental mostrando una especial querencia por exhibir los pechos desnudos de sus actrices siendo degustados por intrépidos forajidos, yakuzas y samurais en medio del éxtasis ligado al acto sexual. Igualmente las historias filmadas por el autor de Tres samuráis fuera de la ley denotaban un gusto espontáneo por esbozar fábulas situadas en inframundos marginales alejados del cumplimiento normativo y protagonizadas por outsiders marcados por la maldición del perdedor (con el rostro de intérpretes fetiche como fueron Tatsuya Nakadai y Ken Ogata por parte masculina y la bella esposa de su colega Masahiro Shinoda y musa de sus mejores filmes Shima Iwashita por parte femenina) que encaraban los problemas de frente, sobreviviendo a una atmósfera cargada de irrespirable azufre incompatible con el ejercicio de la libertad. Pues la lucha revolucionaria, la sedición de los débiles en dura pelea con los poderosos en justa refriega con objeto de zafarse del yugo que los atenazaba y el fatalismo nihilista son señas de identidad del cine de Gosha. También su apoyo en hechos históricos acontecidos en el pasado con el fin de verter sobre los mismos una ficción donde el exceso de violencia y sexo no suponían obstáculos difíciles de superar por ese héroe goshiano empujado a la perdición por su carácter contestatario y un tanto macarra, pero necesario para hacer frente a un futuro para nada halagüeño. Su odio al poder y a los poderosos queda claro. También su cariño por los marginados. Imposible resistirse por todo lo comentado a su arte.
He decidido rescatar para esta reseña una de sus primeras obras. La soberbia Sword of the Beast. Quizás una película que tiene poco que ver con la deriva formal que decidió tomar Gosha a lo largo de los años, pero sin duda una espléndida plataforma que describe perfectamente esos primeros pasos del sensei en ese chambara que despuntó en el Japón de los sesenta como contestación oriental al éxito cosechado por el cine de género italiano en esa misma década. Y es que podríamos calificar a la misma como una especie de secuela del debut de Gosha (la anteriormente mencionada Tres samuráis fuera de la ley) en el sentido de aprovechar las virtudes encuadradas en las reglas del chambara de acción para trenzar una trama terriblemente entretenida y dinámica sin descuidar un ápice esa ambición de denuncia progresista que cultivó Gosha en todas y cada una de sus piezas.
Filmada en un magnético blanco y negro, la cinta seguirá los pasos de un ronin caído en desgracia llamado Yuuki Gennosuke (Mikijirô Hira). Un antiguo samurái descastado que fue expulsado de su clan tras haber matado al pérfido consejero que echó abajo una propuesta que trataba de favorecer el ascenso social de aquellos samuráis nacidos en ambientes humildes, hecho que suponía un estigma para alcanzar puestos importantes dentro del clan pese a sus prestaciones intachables. Sí. Gennosuke es el perfecto héroe goshiano. Un revolucionario que lucha por los derechos de los desfavorecidos. Alguien preocupado por el bienestar y avance de su casta. Honorable y recto. Cumplidor del código bushido hasta sus últimas consecuencias. Incluso sacrificando su propia vida si con ello se alcanza esa evolución anhelada. Traicionado por su bondad y fe en sus superiores, quienes lo han usado como una marioneta para satisfacer sus propósitos individuales. De nuevo el poder devorando la humildad, el eterno castigo que mata las esperanzas de libertad del ser humano.
Así, la acción se ubicará en el Japón de 1857. Gosha pondrá toda la carne en el asador ya en su primera secuencia mostrando el coito entre los matorrales que disfrutará Gennosuke con una mujer cuyas intenciones seductoras ocultan su verdadero fin: propiciar la captura del ronin evadido en manos de sus perseguidores que buscan venganza: por una parte Misa y Daizaburo, hija del consejero asesinado por Gennosuke y su prometido, y por otra la patrulla organizada por el sensei del clan llamado Gundayo Katori.
Sin embargo, nuestro héroe se muestra muy diestro en el manejo de la espada. Escabulléndose gracias a su fino uso de la katana y su excelente forma atlética. Gosha dará muestras de su exquisito gusto por plasmar la belleza de los duelos a espada sin trampa ni cartón en estos primeros minutos. Empleando hermosos travellings aprovechando el hábitat salvaje para engatusar el ojo del espectador. Duelos de talante operístico. Coreografiados con un estilo más propio de los trucos de magia que de la realidad más serena. Muy en la línea de los orquestados por Leone y Corbucci. Donde el tiempo parece detenerse un instante congelando su atención en una pequeña parcela que en escasos segundos culminará con la evasión del protagonista haciendo frente a una jauría con sed de su sangre.
Una vez presentado el punto de partida que dará lustre a la epopeya, la cámara se desplazará hacia senderos quebrados. Llegando a una posada que da cobijo a toda una gama de bandidos y gente de mal vivir cuyo afán de codicia les arrastrará a la condenación. De repente la trama de venganza y persecución dará un giro inesperado. Tocando las lindes del spaguetti para permanecer ya hasta el final en este sendero tan atractivo. Conoceremos a un trío de matones buscadores de oro inquietos por usurpar el botín que parece estar acumulando un samurái llamado Jurata Yamane en compañía de su esposa Taka (Shima Iwashita). Un guerrero silencioso, tosco, poco dado a la simpatía y a las relaciones sociales que descubriremos ha localizado un yacimiento de oro en las cercanías de un riachuelo, atesorando el botín no para su propio disfrute sino para aumentar las riquezas de su clan. Yamane irá expulsando merced a su imponente presencia a los curiosos que se acercarán a su choza. Entre ellos la patrulla comandada por Gundayo Katori que anda merodeando los alrededores del río conocedores de que Gennosuke pretende hacerse con cierta cantidad de oro para huir a otros parajes.
Y efectivamente. Gennosuke llegará al yacimiento en compañía de su fiel amigo y escudero, quien le ayudó a escapar de una muerte segura ante otra acometida de sus perseguidores dentro de la posada a la que arribó en busca de oro. Una relación que Gosha empapará sabiamente con ciertas referencias a la de Quijote y Sancho. Una pareja totalmente quijotesca que batallará con molinos y gigantes en su quimérica aventura. La película viajará desde este momento en un perpetuo círculo virtuoso donde seremos testigos de las artimañas y tretas dispuestas por los saqueadores y maleantes que pretender expoliar el metal encontrado por Yamane, y en paralelo narrará la extraña relación que se establecerá entre éste y Gennosuke. Ambos guiados por el honor y la fidelidad a unos valores ya perdidos. Un Yamane que incluso no dudará en sacrificar a su mujer amenazada por esos tres bandidos que se servirán de ella para chantajear a su marido con el fin de obtener el oro escondido. Escena ésta muy simbólica que sacará a la luz el carácter impasible, frío y carente de todo sentimiento afectivo de un Yamane sumiso a las órdenes de su clan. Un esclavo incapaz de preguntarse el sentido de su servidumbre a unos mandos superiores que no dudarán en urdir un plan para aniquilarlo en el momento en que se haya hecho la entrega del oro a los amos. Ante esta actitud de sujeción se confrontará el talante aguerrido y contestatario de un Gennosuke que echará en cara a su colega su sumisión a unos mandatos injustos e inhumanos. Pues Gennosuke verá reflejada su lucha con la de Yamane, tratando pues de advertirlo de las hipócritas promesas utilizadas por sus superiores para venderlo al final del camino.
La posesión del oro se elevará por tanto como una metáfora que encierra la dialéctica del amo y esclavo hegeliana. Una mera excusa utilizada por Gosha para derretir sus verdaderas intenciones. Las de dibujar un cuadro dantesco y muy pintoresco que destapa la crueldad ejercida por las fuerzas de poder en contra de los que no tienen nada que llevarse a la boca, tan solo su dignidad. Incluso el inicial relato de venganza y persecución torcerá su destino desembocando en la orilla de la expiación y el perdón, merced a la violación sufrida por Misa a manos del trío de bandidos que atormentan con su presencia la estancia de Yamane. Una secuencia en la que Gennosuke aparecerá como un ángel de justicia aniquilando a los violadores. Salvando la vida de la hija de quien fue su víctima, conquistando de esta manera la indulgencia de sus a priori enemigos Misa y Daizaburo.
Todos estos ingredientes convierten a Sword of the Beast en una obra maestra del cine de acción. Una cinta que aglutina en su espíritu esas gotas de violencia y coreografías a katana armada tan del gusto de los amantes de este género. Rodadas con sumo cuidado. Con un empaque visual excelente. Con sabor a cine añejo. Pero sin abusar. Puesto que Gosha optó por centrar su foco en la intimidad. Componiendo y radiografiando con mucho tino y sabiduría la psique de sus personajes. Apostando por un estilo muy elegante y pulcro. Moviendo la cámara como los ángeles con su refinada grúa que capta y encapsula el ambiente con el simple chasquido de su lente. Dejando que la acción aparezca por sí misma, de forma natural sin necesidad de inyectarla de manera artificial. Ello consigue que cuando estallan en pantalla las peleas a espada, la adrenalina desborde. Pues las coreografías se sienten plenas de adrenalina y peligrosidad. Partiendo de la quietud para observar una estampida de inquietante desenfreno. El hecho de que estas secuencias se concentren en determinados tramos, muy bien seleccionados por Gosha tras amasar varios minutos de honda calma, resulta un acierto pleno.
Pues Sword of the Beast se destapa como una pequeña parábola que denuncia las corruptelas y crueldad inherentes a esa sociedad organizada por clases del viejo Japón. Una nación donde la amoralidad campa a sus anchas. Donde tan solo los que son capaces de gritar en contra de todo este engranaje se alzan como esos libertadores desplazados del sistema en virtud de su honor y fidelidad a los valores intrínsecos de los guerreros de antaño. Un chambara divergente y magistral que hará las delicias no solo de los fanáticos de este tipo de cine, sino también de los que consideramos a Hideo Gosha como uno de los genios indiscutibles del séptimo arte nipón.
Todo modo de amor al cine.