El Expreso de Chicago, nuestra alternativa a El otro guardaespaldas, es una de aquellas películas que podríamos considerar, sin ningún género de dudas, como pionera. No es que nunca se hubieran realizado films donde lo transgenérico fuera patente, pero quizás estemos ante una de las primeras donde hay una clara vocación intencionada de mezclar la intriga criminal con una suerte de comedia alocada. Mencionada la parte meritoria del film hay que pasar a ver si dichas intenciones tienen su correspondencia en los hechos. Por desgracia, el film de Arthur Hiller no acaba de encontrar nunca el punto de cocción idóneo para la mixtura.
Efectivamente tan remarcable es buscar un soplo de aire fresco cinematográfico como poner de manifiesto la escasa destreza en los mandos de su director para tal menester. Estamos ante un film que parte de la idea del héroe improbable, el John Doe, el middle man anónimo lanzado a una aventura de tintes ciminales que le convertirán en el salvador absoluto de la situación, en una especie de James Bond accidental que se encontrará, sin comerlo ni beberlo, ante una trama a resolver muy por encima de sus posibilidades.
Sí, el cine de espías aparece con toda su codificación genérica y adopta, dándole una vuelta de tuerca humorística, ciertos elementos ya vistos en el que podría ser el referente (in)directo de la película. Sí, El Expreso de Chicago bebe de lo hitchcokiano y esencialmente de Con la muerte en los talones. No son pocas las similitudes con el film de Sir Alfred en cuanto a la búsqueda de tono y composición de personajes. Sin embargo, no hay que engañarse, una cosa es potenciar la vertiente humorística y otra muy distinta es que esta se te vaya de las manos.
El problema principal, a parte del desequilibrio narrativo y la pevisibilidad del conjunto, está en un guion que parece destinado a dar rienda suelta al histrionismo de su protagonista, Gene Wilder, y, sobre todo, a su compinche (y compañero recurrente de casting) Richard Pryor. Así, ya no se trata tan solo de que la credibilidad de su protagonista quede en entredicho sino que la idea de lo absurdo acaba por convertirse en delirio puro, en un olvidarse por completo incluso de la trama principal para, sencillamente, ser un espectáculo donde privan los chistes de dudoso gusto (machismo, racismo) y donde el lucimiento personal está por encima de cualquier otra consideración.
Claro está que el film, ante la avalancha desbocada de gags, ofrece momentos divertidos y secuencias (como su desenlace en la línea de los films de catástrofes tan en boga en la época) espectaculares pero no dejan de ser momentos tan puntuales que, lejos de reforzar al film, ponen de forma más patente sus desequilibrios estructurales. ¿Es entonces El Expreso de Chicago un desastre absoluto? No, más bien ante una película que desaprovecha su potencial en recursos más bien facilones que restan puntos a su capacidad de avivar el interés por ella.
Aún así estamos ante una obra que no disgusta por completo, que incluso puede convertirse en un entretenimiento agradable si se opta por dejar de lado consideraciones cinéfilas de calado y se observa como lo que resulta finalmente: un entretenimiento semi-decente, algo plano en cuanto a realización cuyo interés cinematográfico se puede resumir en aquello de ver y olvidar de forma casi automática.