No sé si se trata de una sensación personal o efectivamente puede ser realidad, pero observo en los últimos tiempos que entre los fanáticos del cine clásico se manifiesta un cierto olvido o también escasa reivindicación de un cineasta tan descomunal e importante para la historia del cine como fue Cecil B. DeMille. Quizás existen ciertos prejuicios por parte de esa cinefilia mas intelectual que prefiere a nombres igualmente irrenunciables como Frank Borzage, King Vidor, Henry King o William A. Wellman cuya estancia en una segunda línea respecto a los grandes nombres de reconocimiento popular merece sin duda esa atención. Sin embargo DeMille ocupa también ese segundo plano. No es un director cuyas obras, salvo excepciones puntuales, ocupen un pedestal. De hecho todo su cine de los años veinte y treinta es un gran desconocido, sin duda su etapa de mayor promiscuidad productiva. Tan solo sus cuatro últimas cintas tienen reservado un espacio divulgado. Y esto llama la atención. Pues DeMille fue uno de los pioneros de Hollywood. Un nombre sin el cual el cine en su vertiente más espectacular y onerosa no se hubiera desarrollado tal como lo conocemos hoy en día. El hombre de los grandes presupuestos y los éxitos de taquilla. Muchos estudiosos califican por ello a Steven Spielberg como su heredero natural. También de la provocación. Pues fue uno de los primeros en insertar secuencias subidas de tono con un para nada oculto sentido sexual (os recomiendo visualizar la magnífica La marca de fuego, un melodrama racial filmado en 1915 acerca del adulterio y los vicios brotados de un matrimonio a priori perfecto). La explotación de la sexualidad en el cine comercial le debe a DeMille su atrevimiento. Se dice que el maestro era un gran conocedor de la ideología del americano medio. Según él, para que una película tuviese éxito debía contener suficientes grados de violencia y sexo para poder interesar al ciudadano que se gastaba su jornal acudiendo al cine.
Y a pesar de corretear contextos escandalosos, DeMille fue un privilegiado que se pasó por el forro las indicaciones de censores y puritanos. Supo sortear las trampas de la censura gracias a su status de magnate de Hollywood. Ello también propició algunos excesos y extravagancias, principal causa de reprobación por parte de esos cinéfilos que comentaba en mi primer párrafo. En este sentido, he decidido recuperar una de las obras más olvidadas y extrañas de la trayectoria del autor de Los diez mandamientos. Se trata de Corsarios de Florida, una pieza que aprovechaba el auge del cine de piratas que alumbró el cine estadounidense a finales de los años treinta de la mano de figuras como Errol Flynn y Michael Curtiz para deformar un acontecimiento histórico ubicado en el Nueva Orleans de 1812 sumido en plena lucha entre colonos y británicos por la independencia de los territorios americanos, es decir, el nacimiento de los EEUU. Pues a pesar de estar marcada con la etiqueta de cine de piratas, esta es una cinta que no bebe en absoluto del imaginario propio de este subgénero de aventuras. El mismo se eleva tan solo como una plataforma en la que verter una historia que deriva hacia perímetros del western y el cine histórico. Fue por así decirlo la primera de una serie de cintas de DeMille que hicieron girar sus relatos en estos aledaños como Unión Pacífico, Los inconquistables, Piratas del Mar Caribe o Policía Montada del Canadá. Las cinco poseen características e ingredientes muy similares. Estos son: aprovechar un acontecimiento histórico para construir una trama de puro cine de aventuras sin ningún tipo de dependencia historicista, pues la realidad pasada será deformada sin ningún tipo de contemplaciones por DeMille en aras del espectáculo y del entretenimiento; sacar adelante una superproducción con todas sus letras integrada por la flor y nata de los técnicos del Hollywood de los treinta y por un elenco de actores de primer nivel (en el caso que nos ocupa con Fredric March como cabeza de cartel), agitada por la presencia de un ejército de extras (más de 10.000 según las malas lenguas participaron en el film) que ornamentan las secuencias de batallas y refriegas bélicas; el exceso como bandera y seña de identidad, pues a los ya citados 10.000 extras hay que unir un lujoso diseño de producción que transformó un insípido plató en los profundos y turbios pantanos de Nueva Orleans haciendo gala asimismo de esa suntuosidad enmarcada en la América Colonial con sus casas de lujo y barcos piratas pintados con todo lujo de detalle y prestos al abordaje; la presencia de personajes felones que esconden bajo su máscara de respeto social auténticos traidores a la causa, siendo éstos los auténticos villanos que destacan frente a la multitud amenazadora (ya fueran indios o británicos); y finalmente esa grafía asentada en una historia que pivota en los alrededores de un triángulo amoroso de romances no correspondidos que desembocarán en un mar agitado por el desenfreno y el desamor.
Esto es Corsarios de Florida. Auténtico cine espectáculo del Hollywood dorado. Para el cual el dinero sobraba. Se nota el abuso que hizo DeMille del mismo. Y es precisamente esa falta de contención y desmesura lo que convierte al film en un producto fascinante y atractivo. En este sentido la cinta arranca de forma abrupta mostrando una celebración social en una mansión pro-independencia donde llegarán las noticias del avance del ejército británico. Entre los comensales se halla un senador que juega a dos bandas. Por un lado parece ser fiel a los generales americanos, pero por otro confabula con los británicos para sacar tajada en caso de derrota. Sin dar respiro ni explicaciones, acto seguido la cámara se situará en el puerto de la ciudad, mostrando la escena de partida de un barco al que subirá como polizón la joven holandesa Gretchen (Franciska Gaal) junto a una pareja de novios cuya parte femenina asoma como la hermana de la adinerada Annette de Remy, quien esconde a su familia su romance con el bucanero más peligroso y perseguido por las autoridades, el intrépido Jean Lafitte (Fredric March).
Todo este enredo amoroso servirá para introducir un Macguffin que tendrá lugar en los primeros momentos del desarrollo del film, una vez presentados los pintorescos personajes que liderarán la trama, siendo especialmente relevante el esbozo caballeresco que describe el temperamento de Lafitte (para nada ligado al ideario del pirata desaliñado y picarón) así como el trazo noble y devoto de sus lugartenientes, siendo especialmente simpáticas las figuras de los personajes interpretados por Akim Tamiroff como un antiguo cañonero que estuvo al servicio de Napoleón y Anthony Quinn. Este Macguffin consistirá en el hundimiento sin el consentimiento de Lafitte, por parte de un grupo de bucaneros bajo su mando, del barco americano en el que viajaba la hermana de la novia de éste. Esto dará lugar al rescate de la única superviviente del suceso, la bella e ingenua Gretchen que pronto quedará prendada de su liberador, y a una mancha en el expediente de un Lafitte que había jurado fidelidad a la causa americana en contra de parte de sus seguidores, conocedor que si el naufragio fuera achacado a una acción de su ejército caería en desgracia al ser acusado de alta traición por sus socios americanos.
La película avanza a un ritmo trepidante apoyada en un soberbio montaje que empalma con mucha precisión las diversas elipsis inyectadas y necesarias para consolidar y hacer fluir la narración sin ningún tipo de obstáculo próximo al tedio, contando al espectador situaciones diversas y en principio desconectadas que se reunirán al final de la epopeya de un modo natural demostrando el talento narrativo de un DeMille que dominaba como ninguno su oficio de juglar. La cinta no otorga ningún respiro al espectador, caminando siempre hacia adelante ya sea a través de diálogos propios del melodrama de época, también de intrigas palaciegas o de enredos amorosos. Con una violencia que empapa la atmósfera. Como en toda buena película de DeMille la violencia explota en pantalla sin ningún tipo de frenos. Secuencias muy bien rodadas en las que la sangre no hace ascos de brotar a golpe de disparos y explosiones. Muertos que caen como moscas, llamas que hacen naufragar barcos y una sensación de asfixia provocada por la presencia en escena de multitud de personajes encapsulados en un solo plano. Un superávit de cuerpos y rostros que pretenden acrecentar la opulencia del texto. Estimulados por interpretaciones muy histriónicas y por tanto teatrales. Se siente el artificio que no será encubierto por el autor de Rey de Reyes. Pues sabe que está cincelando un vodevil enterrado en un pretexto histórico. Esta no es una cinta homenaje al bucanero patriota Lafitte que trata de narrar la victoria sobre el Imperio Británico tras su asociación con el General Jackson (posterior presidente de los EEUU). De hecho el semblante que aspira el alma de dicho General se muestra demasiado maniqueo y condescendiente, alejado de la realidad seguro. No. Al igual que en Los incosnquistables, a DeMille le importa un comino el nombre de su protagonista. Le gusta en cambio su épica. Su heroicidad. Su patriotismo. Su embalaje en el espíritu del pionero americano. Y aquí Lafitte es descrito con esta aspiración. La del pionero que labró el origen de los EEUU. La del héroe romántico que conquistaba territorios a la vez que el corazón de lindas damas. La del honesto héroe que asumirá su responsabilidad de bandido perseguido por las autoridades a mayor gloria de América.
Sí. Seguro que toda una sarta de falacias que no se ajustan a lo sucedido. Pero unas mentiras que hipnotizan. Que cautivan por su perfecto antifaz cinematográfico. Por la sapiencia de un viejo zorro que nos seduce con su cine. Porque esta es una película de las que gustan a los amantes del cine clásico en toda su magnitud y esplendor. Es Hollywood inmaculado. Con su carisma intacto. Con su magia filmada a 24 fotogramas por segundo. Con sus escenas fastuosas y grandilocuentes sujetas a esos grandes presupuestos que despilfarraban los dólares sin límites ni fronteras. Siendo el principal propósito el de entretener y abarrotar las salas comerciales. El de mantener el sueño vivo. El de inspirar a futuras generaciones valores como el heroísmo, la lealtad, el honor, la nobleza y la rectitud. También en el amor y el romanticismo por muy imposibles que éstos sean. Valores hoy en desuso. Tachados por algunos como caducos y reaccionarios. Pero que es un placer contemplar en un film de 1938 que no ha perdido ni un ápice de su fogosidad y temperatura.
Por último reseñar la presencia siempre agradable de Walter Brennan en el rol del lugarteniente del General Jackson y también que en 1958 Anthony Quinn dirigió un remake que en España se tituló Los bucaneros, protagonizado por Yul Brynner y Charlton Heston, siendo ésta la última aportación como productor de un veterano Cecil B. DeMille que abandonaría el mundo del cine tras esta revisión de su clásico.
Todo modo de amor al cine.