«En ninguna parte se observa la más ligera indicación de un cambio…Debemos ponernos en marcha, una marcha en filas cerradas hacia la prisión de la muerte. No hay escapatoria. El tiempo no cambiará.»
Trópico de Cáncer, Henry Miller
«Se volvió hacia el hombre tendido en la cama y esperó con él hasta que llegara el momento del equilibrio, cuando los 2’8 grados prevalecieran fuera, dentro y para siempre, y el inmóvil y curioso factor dominante de sus vidas independientes se resolviera en una tónica oscuridad y la ausencia definitiva de todo el movimiento.»
Entropía, Thomas Pynchon.1
Wang Bing registra con su último documental el proceso de muerte de la señora Fang, una campesina enferma de Alzheimer que se encuentra en sus últimos días. La referencia a una persona específica por medio del nombre propio que constituye el título, así como la presencia de una serie de datos acerca de la vida de la mujer y de una sucesión de etiquetas que van dando nombre a quienes aparecen dentro del plano, pero siempre derivando del principal —es decir, «hija de Mrs. Fang», etc.—, son elementos que hacen evidente la intención del director por atender a la muerte de un cuerpo concreto, y no la de abstraer a partir de él para centrarse en un concepto de muerte totalmente etéreo, y es que nada hay más alejado del cuerpo y de la materia que esto último. Wang Bing está revelando la manera en la que la señora Fang y su familia habitan el espacio y dejan que pase el tiempo, dejando que el espectador lea como quiera esas imágenes —si es que quiere o tiene alguna necesidad de ir más allá de la descripción que se le ofrece—, pero sin dar lugar por su parte discurso o manifestación moral alguna, sino que tan solo plantea eso, imágenes. Es en este sentido que Wang Bing, más allá de algún comentario o mirada que le dirige alguno de los que allí están por aquello de que él y su cámara son uno más y por lo tanto se vuelven un elemento más de posible interacción y del cual no se vuelve requisito elemental el ignorarle, no busca la participación planificada del hablar a cámara con el que se tiende a elaborar un discurso emocional que cargue de información y que vuelva impuro el curso de muerte en favor de complacer a un espectador que no tiene por qué ser complacido. Y es que si la cámara ya modifica en cierto sentido y por su presencia el acontecer de los que allí se encuentran, resultaría estúpido terminar por romper lo que pueda quedar de flujo no alterado por medio de ese mecanismo que encorseta de pregunta-respuesta: «¿qué destacarías de ella?» «¿por qué la odiabas?».
Wang Bing espera para capturar el movimiento de aquellos que habitan los espacios que se ha propuesto grabar, construyendo mediante el montaje un aparato que funciona en base a una repetición que nos lleva del interior de la casa, en el que se va de los primeros planos tan dilatados del rostro de Fang a otros más abiertos en los que se muestra la manera en la que sus personas cercanas observan, tocan y hablan de ese cuerpo sin que medie la pantalla, hasta el río en el que pescan algunos de los hombres siguiendo las actividades cotidianas necesarias para la subsistencia, pasando por el exterior de la casa de Fang en el que a veces llueve, otras se juega a las cartas y se discute. Y es en esta espera, en la que se da hasta reconocerse ya inútil y hasta negativa una búsqueda de la variación motivada por el moverse de unos para que la otra se mueva porque ya casi no puede —parece que solo lo hace cuando ya no soporta la postura o cuando se aferra a un cuerpo porque ya se va—, en la que se termina por querer encontrar la ausencia de movimiento y de cambio en el proceso de caída del cuerpo de la mujer. Es decir, que es esta modificación del cuerpo de la enferma, que unas veces consiste en la manipulación de su tronco por mano de sus familiares, otras por la que ella intenta con sus brazos o por la variación de sus ojos que no paran, la que termina por hacer cada vez más fuerte y notable un deseo de muerte que culmine ese deterioro progresivo y que se deje de lado por fin el sufrimiento. «Que su posición ha cambiado hoy», dice uno de los que allí permanecen, esperando quizá un gesto significativo que manifieste por fin el cese del quehacer constante de ese cerebro que ya no puede decir nada –—«no puede hablar»—, y que por lo tanto sufre, repitiéndose constantemente a lo largo del metraje. Todo ello para desembocar en un plano final que, dejando dentro del cuadro a unos cuantos que miran y que hablan y que luego callan y a una cara tapada que recibe a la muerte y sobre la que se habla como si no escuchase hasta que ya no se puede decir nada sobre ella –quedando escondida por eso de respetar ese instante de muerte que invade nuestros sueños desde la infancia y que nos dice «vida, sólo sirves para esconderme, asique aprende y conoce o distráete, o bien ambas» es revelado por esa cámara de Wang Bing que «no filma la ruina, ni la transición, sino el deterioro: (…) la falta de repuestos —la falta de repuestos vitales—».2 Lo único que queda después de esa primera muestra del cuerpo de Fang en la que todo empieza con un microondas que ya no recuerda tener al lado, y tras la que termina por desaparecer físicamente siendo traída nada más que por el recuerdo de uno que pesca, es tan solo la revelación de esa espera en la que, como en el relato de Pynchon, unos miran hacia el que está tendido en la cama aguardando hasta que ya no haya cambio ni para mejor ni para peor, sino tan solo hasta que ya no haya más cambio, hasta que ya todo sea oscuro.
1 Extraído de la antología de sus relatos de juventud Un lento aprendizaje, Tusquets, Barcelona, 2011, p.109.
2 MOLINUEVO, J.L., Responsabilidad con la imagen (Wang Bing), Archipiélagos 8, Salamanca, 2014, pp. 36-38. Libro que puede ser descargado gratis en su blog: https://joseluismolinuevo.blogspot.com.es/