Esta semana se estrena Inside, remake de la francesa À l’intérieur, y hace poco llegó también a nuestras carteleras la británica Prevenge. Todas ellas son ficciones terroríficas en las que la maternidad, de un modo u otro, actúa como elemento catalizador de unos instintos criminales que ponen en evidencia la desestabilidad mental a la que se han visto abocadas sus protagonistas cuando la teórica alegría que implica ser madre se ve cortocircuitada por una serie de factores externos que desembocan en demencia. La estadounidense The House on Pine Street, segundo largo de los hermanos Aaron y Austin Keeling, se sitúa en una línea similar pero lleva la cuestión un poco más lejos, aparentando, sin embargo, mayor clasicismo y corrección política: ya no se trata de estudiar el dolor violento de una madre cuya felicidad ha sido arrebatada de un modo u otro (algo que, en las películas antes comentadas, encarrilaba todo por la vía liberadora de la venganza), sino de las dudas que una madre puede experimentar ante el inminente nacimiento de un hijo cuya vida, quizás, no se esperaba o, directamente, no deseaba. Lo interesante de la película que nos ocupa es, precisamente, cómo, de forma artera y sibilina, integra estas preocupaciones en el marco de una ortodoxa cinta de casas encantadas. Para ello fundamenta su narración en un inteligente trabajo sobre el punto de vista.
Ya Henry James, en Otra vuelta de tuerca, advertía sobre la naturaleza ilusoria de lo que vemos y oímos, de lo que se nos cuenta; de los peligros, en suma, de confiar ciegamente en un narrador cuya percepción de la realidad puede estar trastocada por diferentes razones. Sin querer desvelar mucho más, los hermanos Keeling asumen una estrategia levemente parecida al jugar, con una estimulante destreza que puede desembocar en frustración dependiendo de cada espectador, con las expectativas del respetable al sumergirle en una arquetípica trama sobrenatural (una pareja se muda a una casa que parece hechizada por alguna presencia de ultratumba) en la que los códigos más básicos del género están ahí, básicamente, como decorado o trampantojo. El relato, jalonado con pistas falsas y otros motivos de suspense cuya resolución se espera en vano (la actitud de los vecinos, el pasado en sombras de la casa, el rol del médium o vidente…), te lleva por un camino trillado durante la mayor parte del metraje, algo que puede incomodar o decepcionar a quien espere ideas más novedosas, pero finalmente se resuelve en una agradecida ambigüedad, concluyendo que toda noción de Más Allá se mira en nuestro interior. O que lo paranormal no deja de ser, en definitiva, una proyección de nuestro miedo, rabia y frustración, y la materialización inconsciente de nuestros deseos.
Más cercana, por otra parte, al cine independiente de terror que a la vena mainstream de, por ejemplo, Amytiville y similares, The House on Pine Street constituye una entrada muy sólida dentro del canon de casas encantadas, al apelar a una sensibilidad terrorífica labrada sotto voce y enmascarada en un naturalismo enrarecido en el que los signos terroríficos llegan con sutileza, a menudo filtrándose en cuadro sin previo aviso (la presencia en el lavabo tras la fiesta), en lugar de venir precedidos de aparatosos preliminares climáticos o de buscar, a la desesperada, que el espectador dé un respingo sobre el asiento. En este sentido, su escaso presupuesto se diría bien camuflado en los intersticios de una puesta en escena elegante, funcional, en la que cabe espacio para el terror puro pero también para la intimidad psicológica. Tal vez sólo cabe lamentar la escasa inventiva de muchos de los elementos empleados para generar miedo, pese a su eficacia. Quien espere la intensa brillantez formal de James Wan, puede esperar sentado.
En todo caso, estamos ante una película de terror más atípica de lo que parece a simple vista (o de lo que se ha comentado), con un pie en cierta concepción, si no científica, sí al menos más plausible de lo que entendemos por sobrenatural (su alusión a la energía liberada es refrescante), y con una mirada oscura, veladamente desafiante, sobre la soterrada carga traumática que puede implicar la maternidad, y que aquí desemboca en una (falsa) película de fantasmas en la que lo que verdaderamente importa es lo que esa casa hechizada viene a decir sobre nuestra problemática protagonista.