Tras romper con su novio, Jeanne se refugia en casa de su padre, catedrático de filosofía. Este mantiene una relación con Ariane, una alumna de la misma edad que su hija y entre ambas se crea rápidamente un poderoso vínculo, de naturaleza fraternal. Mientras, el padre afronta sus inseguridades sentimentales con Ariane y observa silencioso cómo las dos jóvenes deambulan por un mundo que le queda demasiado lejano y extraño.
En una secuencia, Jeanne pregunta a su padre por su concepto de fidelidad. El hombre le responde que cada persona es fiel a lo que considera importante, y que por ello algunos somos fieles a cosas que no significan nada para otros. Es precisamente la volátil fidelidad la que acompaña en todo momento al trío protagonista, cuyos miembros irremediablemente terminan sufriéndola a distintos niveles. Mientras que el adulto la pone en cuestión por su miedo a no ser amado, a no tener correspondencia sobre sus deseos, las dos chicas la cuestionan a su vez debido a su necesidad de crecimiento, a su versatilidad emocional. Sin embargo, sobre sus cabezas se mece el yunque del lenguaje adaptativo, aquel que moldea la realidad a través de las palabras. La joven estudiante desea pasar el resto de sus días junto a su profesor, aunque sus deseos de juventud entran en conflicto con su conformismo sentimental, lo que termina chocando con el ideal romántico del hombre.
Precisamente, el director Philippe Garrel lleva retratando el sentimiento amoroso, que no el amor, durante los últimos años de su carrera. El romanticismo que hace una década impregnaba el amor bohemio de Los amantes habituales se ha convertido en algo mucho más tangible, verosímil, menos sagrado. L’amant d’un jour habla de la fragilidad y ligereza del discurso romántico en los tiempos que corren, de la razón frustrada por un deseo imperativo de experimentación, de una libertad cohibida por grandes palabras que finalmente nada significan y, pese a que Garrel vuelve a hacer uso de sus lugares comunes como seña autoral (los triángulos amorosos entre hombres adultos y mujeres post-adolescentes, el París intelectual, los apartamentos a rebosar de libros en estanterías…), lo que podría entenderse y en cierto modo parece una falta de originalidad o un regreso a temáticas anteriormente abordadas, la sinceridad del guión y la veracidad de sus actores consigue engrandecer la película.
Garrel filma todo ello a través de una extrema pureza técnica, de una mirada sin filtros, objetiva. Sus largometrajes, y muy en especial este último, pivotan sobre encuentros y desencuentros, promesas de amor eterno y rupturas secas, ásperas y humanas. Su concepto de intimidad, desde siempre pilar de su narrativa, flota entre las luces y sombras de cada plano y entre los seres que los pueblan hablando, caminando, comiendo o deseándose con una notable espontaneidad y naturalidad. Es interesante comprobar cómo esta forma que tiene el cineasta de entender el melodrama postmoderno se adscribe a los mismos postulados que representan, por mencionar algunos coetáneos, Noah Baumbach en Estados Unidos, Hong Sang-soo en Corea del Sur o Jonás Trueba en España, y con quienes comparte no sólo el uso del blanco y negro como recurso narrativo sino también las inquietudes y verdades por sus personajes, demostrando que el estado de ánimo de estos refuerza una visión globalizada de la juventud que refleja.
Y pese a todo, pese a su dolorosa reflexión sobre las consecuencias del deseo, L’amant d’un jour no podría definirse de hedonista, como tampoco podría hacerlo de trágica. En ella, tanto el sentimiento amoroso como el de despecho son temporales, pasajeros. Vienen, duran y se van, así es el estado de las cosas. Las interacciones humanas se suceden unas tras otras y la huella parcial que deja la última en pasar anticipa la nueva que vendrá más adelante, es un río que circula por su cauce sin pausa. La mujer que un día llora por su amante perdido encuentra uno nuevo al poco tiempo mientras que la que reía feliz con el suyo se lamenta más tarde de su soledad.