¿Qué ocurre en los taxis europeos? Muy de moda está la confrontación Taxi-Cabify estos días en las calles, pero unos pocos conocemos de cerca las peculiaridades de los taxistas que plagan las calles. Ahora queremos saber cómo los ven los directores a través de dos obras imprescindibles como son Helsinki-Nápoles, todo en una noche de Mika Kaurismäki y Taxi Blues, con la que Pavel Lungin ganó el premio a Mejor director en Cannes de 1990.
Helsinki-Nápoles, todo en una noche (Mika Kaurismäki)
Aunque los dos comenzaron en el mundo del cine al mismo tiempo, las carreras de los hermanos Mika y Aki Kaurismäki se observan divergentes. El olvido del primero contrasta con la veneración que acompaña al segundo. Si bien a principios de los ochenta Mika se elevaba como la gran esperanza blanca del cine de autor europeo, su dedicación a otros menesteres le postraron a un desconcertante segundo plano a partir de finales de los noventa, justo la época de esplendor en el oficio de su pariente.
Una de sus mejores y más aclamadas cintas es sin duda esta Helsinki-Nápoles, todo en una noche, una alocada road movie nocturna que homenajea no sé si de forma inconsciente a dos de las mejores obras de Martin Scorsese: Taxi driver y After Hours. Nos hallamos ante una comedia disparatada que explota un humor muy físico que descansa en el absurdo de las situaciones y personajes que deambulan por la pantalla. Muy ochentera. De modo que resulta fácil adivinar los tics más típicos y divertidos del cine producido en la década de las hombreras y el videoclip. También muy italiana. En mi opinión supone todo un homenaje a ese buen hacer ligado a los maestros de la comedia transalpina con ciertos toques contemporáneos que la convierten en una pieza sumamente encantadora. Un hechizo que emana por la presencia en su reparto de legendarios nombres como Sam Fuller, Eddie Constantine o Nino Manfredi (todos ellos con papeles de cierta relevancia en el desarrollo del relato) a los que se unieron dos fugaces cameos de unos autores tan poderosos como Wim Wenders y Jim Jarmusch. Asimismo por su rocambolesca radiografía de la cosmopolita Berlín. Una urbe extraña, desquiciada, desatada, noctámbula y morada por toda una serie de frikis que nos harán disfrutar de un viaje dantesco y alucinante a través de sus calles y edificios.
La cinta seguirá los pasos de Alex (Kari Väänänen), un inmigrante finés que se gana la vida como taxista en la ciudad de Berlín. Éste está casado con Stella (Roberta Manfredi), una bella mujer italiana con la que tiene gemelos, conviviendo en un minúsculo apartamento en compañía de su cascarrabias padre político (Nino Manfredi) y junto a una niña fruto de la anterior relación de Stella con un inmigrante africano que abandonó el nido familiar para montar un negocio de antenas parabólicas en su continente. Alex a su vez trapichea en el mercado negro en colaboración con su amigo Igor, un ruso algo ingenuo y de buen corazón que se encuentra perdidamente enamorado de una prostituta llamada Mara. Este crisol de culturas verá interrumpida su tranquila convivencia la noche en la que subirán al taxi de Alex dos mafiosos que tratan de ajustar cuentas con un clan rival. De modo que en una refriega los clientes de Alex saldrán malheridos en compañía de una maleta, falleciendo en el asiento de atrás del vehículo. El taxista comprobará que la maleta está repleta de dinero por lo que urdirá un plan para deshacerse de los cadáveres así como apoderarse el botín. Sin embargo Alex deberá sortear los peligros de la tentación dineraria, puesto que los criminales propietarios del maletín, liderados por un veterano cabecilla de los bajos fondos (Sam Fuller) iniciarán una persecución con el fin de localizar tanto el dinero como a quien lo ha usurpado.
Sin contar con ese humor terriblemente romántico y humanista marca de la casa Aki, Helsinki-Nápoles, todo en una noche gana la partida merced a su hilarante desparpajo y a esos chistes de brocha gorda sencillamente fascinantes. Para el recuerdo la maravillosa interpretación de Nino Manfredi en un papel que le encajaba como un guante, las espectaculares persecuciones nocturnas que engalanan la atmósfera del film, la fotografía de los bajos fondos de un Berlín siempre deslumbrante, así como las dos apariciones de Wenders (tronchante su escena interpretando al dueño de un establecimiento con querencia a empuñar el rifle) y de Jarmusch. Con su risa fácil y su tendencia al golpe evidente, esta es una película que gozarán los nostálgicos de esa comedia desenfrenada made in años 80.
Escrito por Rubén Redondo
Taxi Blues (Pavel Lungin)
Moscú es una fiesta. Los ciudadanos observan desde los puentes sobre el Moskova los fuegos artificiales en una noche de verano. Las letras que forman el acrónimo CCCP -la vieja URSS- iluminan modernos edificios de la avenida que recorre Shlykov en su taxi por la noche, mientras una gran pantalla de video celebra la onomástica. En el vehículo viajan dos hombres, dos mujeres y Lyosha, un músico. Todos están borrachos, pero no lo suficiente para el artista que le pide más vodka de contrabando al taxista. Al final de la jornada los pasajeros desaparecen y nadie paga por el trayecto. Shlykov acude días después a buscar a Lyosha al local de ensayo para que le pague, pero los dos están sin blanca. Comienza así una relación de amistad, odio y dependencia para los dos.
Me apunto a utilizar esa cita que no sé si es exacta pero que sirve muy bien para resumir el espíritu de la ópera prima de Pavel Lungin: “La comedia es tragedia más tiempo”. Es curioso porque por mis recuerdos cuando se estrenó en septiembre del año 1991, la visión de Taxi blues fue la de un drama que se presentaba como una película que reflejaba “un Moscú diferente, en el que las drogas, el alcohol y el sexo eran las únicas razones para sobrevivir”, según frases publicitarias de la prensa, como en las del diario ABC. Sin embargo, una vez revisado el film, se descubre una comedia, grotesca en efecto, casi delirante en ocasiones, pero que no renuncia al género por los personajes, relaciones y vicisitudes. Con esa pareja antagónica que podrían ser Laurel y Hardy en cuanto al cine, Lazarillo y el viejo ciego. Incluso don Quijote y Sancho Panza como referentes literarios.
Los personajes son ejemplos errantes en un país que digería la resaca de la perestroika. Una nación que durante la década de los noventa perdería sus colonias soviéticas progresivamente. Una Rusia que despedía a Gorbachov, antes de la entrada de Boris Yeltsin en el poder. Frente a la rudeza conservadora del inamovible taxista surge la contagiosa picaresca del saxofonista. La razón frente a las vísceras. Se crea una dinámica de un personaje solitario, tosco, solo amigo de sus amigos, que evoluciona y rejuvenece, obsesionado por su oponente más joven, vividor y genial cuando toca el saxofón. Hasta los años ochenta conocíamos la Rusia de los zares, las de la Revolución y la estanilista. Siempre habíamos observado en pantalla la Historia con mayúsculas, pero esta era una de las primeras ocasiones en las que podíamos ser testigos del día a día de los moscovitas. De sus jornadas de trabajo, la llegada de un capitalismo tan avanzado que los trapicheos y la mafia iban más veloces que los rublos. Además del retrato de personajes como el anciano militar que comparte casa con el conductor, siempre dispuesto a denunciar delitos al partido, aunque luego se le pueda sobornar con facilidad. O la novia del protagonista, una divertida y jovial empleada en una carnicería. Todo se pudo ver gracias a que se trataba de una coproducción ruso-francesa, encabezada por el omnipresente productor Marin Karmitz. El cine francés de final del siglo veinte y parte del europeo, fueron suyos.
Taxi blues se inicia en cierto modo como aquella odisea terrorífica de Travis Bickle descendiendo a los infiernos de Nueva York. Pero el cambio a otro sistema en la extinta URSS está a la vuelta de la esquina y, a pesar del carácter taciturno de Shlykov con sus rutinas, su venta de alcohol ilegal, sus sesiones de gimnasia. Aparte de esos vasos de vodka que los taxistas se meten entre pecho y espalda al comenzar su trabajo, puntean una mirada cómica y terrible, algo autobiográfica de Pavel Lungin en su premiado debut como director en el Festival de Cannes.
Escrito por Pablo Vázquez Pérez