Javier Rebollo nos ha mostrado a través de su filmografía cómo se puede aunar intimismo con elementos abstractos que se conjugan dando lugar a relatos que nacen con la intención de captar la poética de lo cotidiano. En La mujer sin piano (2009), una mujer de mediana edad nos invita a acompañarla en un día normal, repleto de tareas domésticas propias de un ama de casa cansada de su intrascendente rutina, embargada por el hastío de una vida cuadriculada y ordenada, renunciando a sus propios placeres para atender a los de su marido. Una gris y monótona existencia que una noche decide alterar iniciando una fuga hacia un mundo desconocido y sórdido, dejando atrás su tristeza existencial con el fin de hallar emociones que se opongan a la resignación que en ella siempre ha predominado, huyendo de su hábitat y de sí misma. Así, en el film se nos narra una pesarosa historia de soledad personificada en las actitudes de una protagonista que huye de su incomunicación, aunque el periplo de descubrimiento se torne en esta ocasión en una lánguida aventura cuyos tétricos paisajes y personajes nos advierten de una naturaleza muerta que nada hace por mejorar su estatus emocional, más bien el sentimiento de soledad se ve pronunciado al descubrir un paraje desolado de una nocturna ciudad de calles vacías, repletas de peligros y de una endémica incomprensión y egoísmo que parece responder a un determinismo social en el universo del autor. Con lo cual, cualquier tipo de acercamiento humano se convierte en desilusión del que espera recibir una dosis de cariño y afecto, y la situación emocional sólo puede empeorar al ser consciente de su fragilidad, y descubrir que una vez que se abandona la caverna de platón existe un mundo libre pero alejado de cualquier atisbo de felicidad, quizá la mejor opción sea volver a la oscuridad y encadenarse como si nada hubiese ocurrido. O no, ya que inevitablemente ya no volverá a ser la de antes.
Sin embargo, lo que puede resultar una tragedia con tintes dramáticos, Rebollo decide distanciarse y desdramatizar la amargura que manifiesta el relato y opta por transgredir desde la sobriedad formal cualquier tipo de circunstancia corriente para otorgarle un sentido absurdo, carente de lógica racional, cargando los nimios y minúsculos actos en una declaración lírica despojada de entramado barroco sin renunciar en ningún momento a elementos cómicos o grotescos que emergen de situaciones surrealistas o incómodas, en pos de la tensión dramática y captando nuestra atención por los sucesos más irrelevantes. El lenguaje que utiliza para tal propósito viene reforzado por unos encuadres que no subrayan ningún tipo de acción sino que establecen una distancia necesaria para evitar la condescendencia con los personajes y a través de unos diálogos incoherentes e inconexos se desvincula de la autoconsciencia de un mensaje que comprendemos mediante elementos alegóricos, en su mayoría visuales, con lo que la puesta en escena —en gran medida naturalista— le sirve al director para elaborar un discurso único y personal dónde no hay cabida a convencionalismos formales. Un ejercicio fílmico que mezcla lo naif con lo trágico, lo naturalista con lo surrealista, y que aunque pueda resultar desconcertante para el espectador termina por desvelar los motivos de su enigma.
Escrito por Juan Salinas Quevedo
@SalinasQuevedo
(VOS Revista)