«No quiero volver a ver esa película». Así de tajante suele pronunciarse Todd Solondz cuando se le pregunta sobre su opera prima, Fear, Anxiety & Depression. Especialmente, por los problemas que tuvo con el estudio que la financió, The Samuel Goldwyn Company, y que según él afectaron el resultado del film. Y, de hecho, también a su propia carrera, ya que llegó a plantearse dejar el oficio hasta que, por suerte, volvió seis años más tarde por todo lo alto con la excelente y ahora icónica Bienvenidos a la casa de muñecas.
Aunque realmente diste de sus mejores trabajos (pensemos, por ejemplo, en Happiness o Cosas que no se olvidan, tragicomedias cumbre de la alienación social y la miseria moral), Fear, Anxiety & Depression no es para nada una mala película. Y es más, vista ahora con la distancia del tiempo (el film se estrenó en el año 1989), no solo se le ven muchas más virtudes que defectos, sino que dialoga a la perfección y de forma coherente con sus obras posteriores, anticipando sus grandes temas. Es verdad que la película, a pesar de su innegable mala leche, puede pecar de naíf cuando expone sus ideas (el retrato entre lo dulce y lo cínico que plantea el cineasta se ve más como un esbozo de lo que finalmente sería capaz de hacer), pero curiosamente esa ingenuidad se asimila con la actitud del protagonista, que interpreta el propio Solondz.
Vamos a situarnos. Aquí Solondz se mete en la piel de un dramaturgo novel, fan total de Samuel Beckett (como se ve en la primera escena del film, en la que le escribe una carta), que sueña con ser un autor reconocido en la escena teatral independiente de Nueva York. Su primera obra —un pastiche conceptual en el que los actores no paran de repetir «Life! Life! Life! (…) Death! Death! Death!» en el escenario, con un tono áspero y torturado— recibe unas críticas furibundas, hecho por el cual se intenta suicidar con un resultado bastante patético. Su vida sentimental, además, no le maravilla, ya que sale con una mujer con la cual no siente apego ninguno.
A partir de ahí se despliegan todas sus obsesiones como narrador. La película es, por encima de todo, una radiografía cáustica y sardónica de la cultura del éxito: tenemos un (falso) antagonista, el productor forrado que interpreta Stanley Tucci; y un debate constante entre la comercialidad de la obra y los principios del artista —la hilarante escena en la que el protagonista asiste con su madre a la representación de un musical sobre Helena de Troya—. Y al mismo tiempo, el film traza un estudio hiriente sobre las relaciones de pareja mediante una trama de obsesión amorosa que recuerda, y mucho, a lo que Solondz plantearía casi una década más tarde en Happiness con los personajes de Lara Flynn Boyle y Philip Seymour Hoffman.
Todo esto, aliñado con unas secuencias realmente buenas de comedia física (el ‹running gag› con el cristal, un tipo de ‹slapstick› más difícil de encontrar en su filmografía). O con una visión amarga de una masculinidad en declive aficionada a mirarse sistemáticamente el ombligo, como prueba la escena de acoso en el metro, tan desafortunada desde un punto de vista cómico como certera en el retrato que quiere hacer del egoísmo. La película expone, además, una crítica demoledora contra el artificio en el mundo del arte (y que casa con el tramo final de la reciente y espléndida Wiener-Dog).
En resumen, una comedia neurótica, y más oscura de lo que aparenta —se la comparó con el cine de Woody Allen, pero no pueden ser más diferentes—, sobre lo que siempre ha caracterizado al cine de Todd Solondz: la insatisfacción de la sociedad occidental.
Escrito por Xavi Arnaiz
@CrispAffected
(Butxaca)