La infancia en los años 30 de Japón vista por dos grandes directores y amigos íntimos. Esto es lo que encontramos en nuestra sesión doble, que ha unido dos títulos imprescindibles para comprender la inocencia: He nacido, pero… (Y sin embargo hemos nacido) que Yasujiro Ozu rodó en 1932 y Niños en el viento que cinco años más tarde (1937) vio la luz de la mano de Hiroshi Shimizu. No os perdáis este duo, a continuación.
He nacido, pero… (Y sin embargo hemos nacido) (Yasujiro Ozu)
Una de las últimas películas de la etapa muda de Yasujiro Ozu es también una de sus más brillantes películas y, por encima, un estudiado manifiesto sobre la transición a una forma adulta de entender el séptimo arte, dejando atrás sus anteriores melodramas y apostando por un cine social fuertemente humanista, por el cual será admirado y recordado en el futuro.
He nacido, pero… (Y sin embargo hemos nacido) narra las desventuras de dos jóvenes hermanos cuya familia acaba de mudarse a las afueras de la gran ciudad por decisión laboral del patriarca. Ambos niños se ven forzados a adaptarse a un nuevo entorno hostil con el colegio como centro de gravedad. Ozu plasma la escuela al mismo tiempo como objetivo y obstáculo para estos hermanos y, a través de este espacio, retrata el paradójico camino hacia su madurez. El colegio como receptáculo de conocimiento mediante el cual labrarse una profesión y ser un hombre de provecho, y como hervidero de estudiantes jerarquizados según la ley del más fuerte. Esta ley de la selva, simbolizada en la ritualista ingesta del huevo de gorrión crudo como fuente de poder, remite a una crueldad infantil que, no obstante, resulta ser la más sincera en comparación con la crueldad reprimida de la edad adulta, aunque ambas deben superarse para trascender la etapa infantil. El padre de los hermanos, empleado común en una empresa, se ve forzado a dorar hipócritamente la píldora a su jefe a través de constantes halagos y humillaciones. En una escena, los dos chicos acuden a casa de un amigo a la proyección de una película casera donde aparece su progenitor haciendo el ridículo frente a la cámara, poniendo muecas y realizando bailes estúpidos. Este también se encuentra entre el público junto al director de su empresa, ambos riendo alocadamente de la situación. Este acontecimiento trastoca la imagen que los niños tienen de su padre, al que consideraban importante y digno de elogios, y labran un desprecio tanto hacia él como hacia los valores de medro y triunfo que este les inculca. En última instancia, y enfrentándose a la hegemonía económica (por otra parte propia de la época) del padre trabajador en la familia, deciden empezar una huelga de hambre para no tener que depender de su dinero.
El hilvanado que Ozu teje con los acontecimientos que rodean la existencia de ambos hermanos, y sin entrar en el marcado discurso político del cineasta, propone la disección de la sociedad nipona a través del entramado relacional de la familia nuclear protagonista. Los jóvenes, conformistas por defecto, deben ajustarse a un mundo cuyo propio padre, bufón del sistema ante sus ojos, ha descrito como engañoso pese a participar activamente de él. La infancia en He nacido, pero… es el reflejo de un desencanto inevitable al que es necesario enfrentarse para sobrevivir en sociedad. Se trata de un desencanto injusto, triste; sin embargo, Ozu no pretende ser pesimista pues deja entrever una esperanza en los últimos minutos de la cinta, una lecho bajo el que resguardarse cuando todo lo demás se derrumba, la familia. Las escenas finales del largometraje, en el interior de la casa, son de una calidez palpable y atestiguan algo más allá de la humanidad del cineasta referida en el primer párrafo, atestiguan su universalidad.
Escrito por Juan Prieto
Niños en el viento (Hiroshi Shimizu)
Niños en el viento constituye un perfecto glosario que contiene todas las virtudes del cine de Hiroshi Shimizu. Un cine sencillo, emocionante y cercano. Puramente japonés. Fiel a sí mismo. Evitando caer en todo momento en un estilo heterodoxo e irreal. Un séptimo arte de carreteras y sentimientos. Quizás no tan conocido como el de Ozu u otros maestros del cine japonés, pero siempre impecable. Mirando a los problemas del mundo cotidiano desde la ingenuidad que ostenta la infancia. Pues esta etapa vital fue visitada por el maestro en algunas de sus mejores obras, como la protagonista de esta sesión doble de cine japonés e infancia.
A través de una mirada para nada aparatosa Shimizu nos narrará la historia de dos chavales, Sampei y Zen, captando desde un inicio su alma libre no contaminada por la suciedad de los mayores. La vida discurre sin problemas y entre travesuras. Correteando los caminos en compañía de sus pequeños compañeros de aventuras. Nadando sin ataduras en los lagos que riegan los campos en las afueras de la ciudad. Mientras que Sampei es un trasto que prefiere los juegos a los estudios, Zen despertará las alabanzas de su madre por sus buenos resultados en el colegio, punto que desencadenará divertidas discusiones entre los hermanos, pues ambos lucharán por llevar la comida a su amable padre. Sin embargo un hecho romperá la estabilidad familiar: pues el cabeza de familia será acusado de haber cometido desfalco por parte de un envidioso vecino y compañero de trabajo, suceso que lo conducirá a la cárcel. Esto supondrá la marcha de Sampei que será acogido por su tío, separándose de su madre y hermano. Pero el carácter inquieto e indomable del chiquillo ocasionará más de un dolor de cabeza a sus nuevos cuidadores.
Partiendo de una sensibilidad solo a la altura de los más grandes contadores de historias del séptimo arte, el autor de Los niños del paraíso supo irradiar ese mundo primitivo y enigmático propio del imaginario infantil. Desbordando un humanismo irrenunciable. Con esa forma de rodar tan aparentemente sencilla y tan difícil de acometer. Un relato que toca diversos temas trascendentales: la elegía, la marginación, el destierro, la hipocresía, la envidia y el amor. Repleta de simbolismo. Por ejemplo: esos árboles y diferentes ríos que cobijarán a Sampei (preciosa y alegórica surgirá la emblemática secuencia en la que Sampei recorrerá los rápidos de un río a bordo de una tinaja) como señales de un mundo arcaico y sagrado en el que los niños pueden ejercer aún el libre albedrío sin la presencia adulta. Una cinta que respira un especial tono de cuento ancestral. Sampei adoptará la figura de esos huérfanos “dickensonianos”. Expulsado de la ciudad por un pecado que no está claro. Un héroe de cuento habitante de los textos del siglo de oro de la literatura europea.
Con una delicadeza que aflora sin ningún tipo de obstáculo, Niños en el viento alcanza la gloria apoyada en el naturalismo que desprende la puesta en escena empleada por Shimizu. Un Hiroshi que juega con nosotros. Trasladándonos a la mente de los personajes. Posibilitando que simpaticemos con ellos incluso en aquellos momentos en los que la típica crueldad de las pillerías infantiles sale a relucir. No hay trampa ni cartón. Todo está basado en ese personalísimo enfoque del maestro que irradia verdad a partir de la mínima expresión. Vertiendo esos planos generales tan hermosos repletos de una belleza pretérita que acaricia el corazón. Transportándonos a la vida cotidiana de los protagonistas. Empapándonos con sus miedos y anhelos. Haciéndonos partícipes de sus vivencias. Pues Niños en el viento se eleva como una obra resplandeciente y total tejida en los alrededores de la infancia. Un cine imperecedero que hace brotar los sentimientos más profundos escondidos en nuestra alma corrompida.
Escrito por Rubén Redondo